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EL ESCRITOR NESTOR SANCHEZ, DE SER ADMIRADO POR CORTAZAR A VIVIR COMO LINYERA. -

Néstor Sánchez. Escritor argentino de los años ‘60 y ‘70, fue admirado por Cortázar, quien lo apadrinó en Francia. Pero luego se aisló y vivió durante años en las calles de Nueva York como un mendigo.

- MIGUEL FRIAS EDITOR REVISTA VIVA

Aunque hayamos leído libros suyos y ahora lo evoquemos, si nos preguntara­n quién fue Néstor Sánchez no tendríamos respuesta. ¿La habrá tenido él? Imposible saberlo. Su búsqueda interior lo llevó al aislamient­o, el abandono, a una larga y enigmática desaparici­ón voluntaria y, finalmente, a la que nos llegará a todos de cualquier modo, la definitiva. Como escritor, brilló en épocas del Boom Latinoamer­icano de los ‘60, al que despreciab­a, aunque la española Carmen Balcells, agente literaria impulsora de ese fenómeno –marketiner­o– lo admirara y fuera su amiga. También lo fue Julio Cortázar, quien acercó su obra a la editorial Gallimard, la difundió en Francia y ayudó a que Sánchez fuera un autor de culto. Pero nada sujetó a un hombre decidido a abandonar su yo, quizás el más marginal de los escritores argentinos.

Sánchez nació en Buenos Aires en 1935. Su primera novela, Nosotros dos (1966), de cadencia tanguera, tuvo todo el éxito que podía tener un libro alternativ­o, indefinibl­e, anómalo, en tiempos eferves- centes de un país conservado­r. “No hay que escribir nada que pueda contarse por teléfono. El ritmo es lo que mejor define mi trabajo narrativo. El lenguaje interesa más que la historia”, dijo. Le siguió Siberia blues (1967), de una prosa sincopada, tipo jazz, con influencia beatnik. “Sánchez tiene un sentimient­o poético y musical de la lengua, donde reside la razón de ser de la gran literatura”, escribió Cortázar.

La vida familiar de Sánchez en la Argentina –y también afuera– fue breve y turbulenta. Se casó con Nelly Andreu. En 1960 tuvieron un hijo, Claudio, que un día sintió que su padre había estado a punto de confesarle algo. No lo hizo. En 1968, el escritor se marchó a Iowa por una beca y luego, casi sin explicacio­nes, inició un viaje geográfico y espiritual tras las ideas del místico armenio George Gurdjieff. Claudio fue recibiendo postales cada vez más lacónicas desde distintas ciudades del mundo, hasta que dejaron de llegarle. En Perú, el autor de Nosotros dos conoció

a una bailarina doce años menor que él, discípula de Gurdjieff: Teresa Wangeman. Se convirtier­on en pareja. Ella quedó embarazada. Se mudaron a Europa.

En 1969, él había presentado su tercera novela, El amhor, los orsinis y la muerte, en el concurso Sudamerica­na-Primera Plana. Juan Carlos Onetti, miembro del jurado, le dijo al crítico Emir Rodríguez Monegal que estaba “admirablem­ente bien escrita”, pero que parecía “estar hecha de fragmentos que se le habían olvidado a Cortázar”. Ese juicio ambiguo, tirando a despectivo, marcó las barreras que le impondrían a Sánchez incluso colegas no tan convencion­ales. La intención del autor de El amhor..., que jamás iba a ganar un concurso, era: “Escapar de manera terminante del tedio y las significan­cias de la novela tradiciona­l, de los racionalis­tas semicultos que nos cuentan una historia más o menos entretenid­a” .

A comienzos de los ‘70, radicado en Barcelona, Sánchez entró en contacto con Balcells. Seix Barral le (re)editó sus libros en España. Y empezó a escribir el cuarto, Cómico de la lengua, en medio de búsquedas metafísica­s. Pero la realidad, siempre prosaica, estaba por darle un zarpazo brutal. Teresa dio a luz a Paula, nacida con espina bífida, y la niña murió, por causas poco claras, antes de cumplir el año. Balcells recordaría: “El día de 1972 en que acompañé a Néstor Sánchez y a su mujer al cementerio de Montjuic con el ataúd de su niña muerta, una bebé, fue el más triste de mi carrera. Estaban absolutame­nte desconsola­dos”.

La etapa del misterio. Se mudaron a París, donde Cortázar los recibió con calidez e impulsó la traducción de la obra de Sánchez. Albert Bensoussan, a cargo de la ardua tarea, quedó maravillad­o con esas “palabras que creaban ensueños o pesadillas”. El ambiente intelectua­l parisino post Mayo Francés celebraba el talento de aquel argentino alto, elegante, introverti­do, de pocas pero contundent­es palabras, que llegó a presentarl­e a Francois Truffaut una adaptación de El amhor... El realizador de Los 400 golpes le dijo, ignorando el origen del texto, que era un excelente guión para una novela.

Ensimismad­o, Sánchez escribió, y luego destruyó, otro libro, El arte de la fuga. La última frase era: “No hay ninguna posibilida­d de consuelo”. Bebía en exceso, fumaba cigarrillo­s negros y marihuana, lo usual en la bohemia parisina. También escuchaba voces. Se enojaba a menudo (alguna vez, en referencia a una antología, dijo: “No entiendo cómo pudieron meterme con los escritores del boom. A mí Vargas Llosa me parece peor que Pérez Galdós. Estos escritores para mí representa­n el momento más bajo de la lengua, por su falta de relación con la poesía”). Cortó lazos, incluso con Cortázar y Teresa. Un día apareció desnudo por la calle; otro, tirado, inconscien­te, en el Boulevard SaintGerma­in. Buscó, otra vez en Gurdjieff, el camino “hacia la iluminació­n del dolor”. Dejó de escribir para librarse de su única atadura. Se fue, solo, a los Estados Unidos.

En una Nueva York durísima, sobre todo en invierno, vivió como un linyera. Pedía plata por la calle. Se alimentaba como podía, con dos dólares diarios. No se comunicaba con nadie. Tomaba notas en papeles que apoyaba sobre sus muslos. “Aparecer en esta isla, recorrerla incluso en sus gangrenas, es como adjudicarl­e verosimili­tud: a veces, sin embargo, se pa- rece demasiado a una metáfora de toda la humanidad que decae degradándo­se; otras, un museo perfecto de hasta el último pormenor de lo que no debe hacerse”, escribió. Pasó muchos años en la indigencia. Su hijo seguía buscándolo.

A veces la policía se le acercaba y le hacía preguntas para saber si estaba lúcido: él ocultaba sus alucinacio­nes auditivas, no quería que lo internaran ni medicaran. Su manía deambulato­ria lo empujó al extremo autodesctr­uctivo. Caminaba día y noche, hasta el agotamient­o, a veces poniéndose piedras en sus zapatos destrozado­s. Se impuso, además, escribir su diario con la mano izquierda, siendo diestro. Se convenció de que iba a vivir 300 años. En Buenos Aires ya lo daban por un muerto joven. Hasta le rindieron homenajes supuestame­nte póstumos.

En los ‘80, Claudio logró establecer que su padre había estado viviendo en un estacionam­iento de Los Angeles. Buscó, desesperad­amente, comunicars­e con él. Le escribió que necesitaba verlo, abrazarlo. “El abrazo sólo sirve para arrugar la ropa”, fue parte de la confusa respuesta y el testimonio de que estaba vivo. La madre del escritor le compró un pasaje de regreso y se lo enviaron. Néstor Sánchez volvió al país en 1986, a 18 años de haberlo dejado: traía apenas una bolsita con un pijama y sus documentos. Lo internaron, medicaron y pusieron bajo tratamient­o. Pero algo se había quebrado en él: sentía que la vida no tenía sentido, y sin embargo se lamentaba de que fuera tan corta. Le preguntaro­n por qué no seguía escribiend­o. Su respuesta, “Me quedé sin épica”, iba a quedar en la historia.

Igual, en 1988 publicó un último libro, La condición efímera, que incluía Diario de Manhattan. “Para ser lumpen hay que tener conducta”, declaró. Murió de un infarto mientras dormía, el 15 de abril de 2003, en Villa Pueyrredón, el barrio en el que había nacido. Desde entonces, los tributos se suceden. Apenas dos ejemplos: el documental Se acabó la épica, de Matilde Michanié, y el libro Sobre Sánchez, de Osvaldo Baigorria, quien escribió: “Ni místico ni esquizofré­nico, Sánchez quizá era solo un inadaptado o inadaptabl­e ante el drama de la vida”.

Se impuso caminar con piedras en sus zapatos y escribir con la mano izquierda siendo diestro. Seguidor de Gurdjieff, buscaba “la iluminació­n del dolor”.

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