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QUERIDO PAIS DE MI INFANCIA

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Así de llama el libro de Hélène Gutkowski, en el que cuenta la historia de varios niños judíos que vivían en la Francia ocupada por los nazis y fueron entregados por sus padres a familias católicas para salvarlos del Holocausto. Editó Libros del Zorzal.

Esos soldados volvieron a casa luego de la capitulaci­ón del 24 de junio de 1940. “Demostraro­n no ser cobardes, ya que quisieron luchar por Francia”, remarca Hélène, quien llegó a la Argentina en 1961, trabajó como docente en la Alianza Francesa y luego se graduó de socióloga.

La Gran Redada de 1942 es el punto de inflexión de su historia. Hasta entonces las razias apuntaban a los hombres de entre 18 y 45 años, fuertes. La excusa: la necesidad de mano de obra, sobre todo en el campo, para abastecer de comida a las tropas alemanas. Por eso, su papá se había ocultado en la casa de un carnicero amigo, en Vellepinte, un pueblo pequeño a 20 kilómetros de París. En esos días fatídicos de julio, la cosa cambió: los alemanes deportaban de manera indiscrimi­nada a hombres, mujeres y niños. Tenían los datos de dónde vivían las familias judías. Las habían obligado a empadronar­se y a portar una estrella de David amarilla cosida a la ropa. Por eso, en la noche del 16 al 17 de julio fueron edificio por edificio, departamen­to por departamen­to, llevándose por la fuerza a todos.

Hélène, apenas con dos años, junto a su madre y su hermano, hicieron silencio. Los recuerdos familiares hablaban de que su hermano le tapó la boca para que no emitiera sonido. Los gendarmes golpearon la puerta. La madre –en un gesto increíble– decidió no abrir. La tensión de la espera. Los pasos que se alejan.

“Ese fue el primer milagro de nuestra salvación… Fuimos la única familia de ese edificio que se salvó”, dice Hélène, y todavía hoy los ojos se le cristaliza­n por la emoción.

Cuando las cosas se tranquiliz­aron un poco, su madre se dio cuenta de que ya no podían quedarse en París. Agarró a sus hijos y viajó a buscar a su marido. Ahí, en Vellepinte, la familia reunida tomó la decisión de escapar cruzando la línea que dividía a Francia entre el territorio dominado por los nazis y la Francia libre. El viaje y el cruce no eran fáciles. La documentac­ión los delataba. También el acento yiddish imposible de ocultar detrás de un francés recién aprendido. Llevar a la niña con ellos era exponerla y exponerse. Entonces la decisión: Hélène quedaría allí al cuidado de una mujer católica.

“Ellos tomaron la misma decisión que tomaron 60 mil familias judías de Francia: dejar a sus hijos en manos de familias católicas o protestant­es. Es el acto de amor más sublime: visualizar lo que puede pasar y hacer tripa corazón, desprender­se de un niño a pesar de todo el dolor y la incertidum­bre que puede provocar semejante decisión de parte de una madre o de un padre... Es como la leyenda bíblica en la que dos mujeres se disputan la maternidad de un niño y el Rey Salomón decide cortarlo a la mitad. La verdadera madre prefirió entregarlo... Yo no sé si sería capaz de hacerlo. Admiro cada vez más a mis padres y a esas personas que han tomado esa decisión.”

¿Conocían a la familia que se quedó con usted?

Supongo que no... A lo mejor el carnicero amigo de mi padre los conocía. Durante mucho tiempo pensé que se trataba de una familia. Pero ahora, hablo de Madame Bruno, porque no me consta que haya habido un hombre. A lo mejor era una mujer joven, su marido en la guerra: ya fuera en el frente o preso. Es a este tipo de familias a las que se apuntaba desde las organizaci­ones judías para que se quedaran con los chicos. A esas mujeres cuyo esposo estaba en el frente o preso o muerto y ya no recibían el ingreso del sueldo de éste, les venía muy bien aceptar cuidar un niño judío ya que recibían un pago mensual que segurament­e les ayudaba en parte a mantener también su hogar. ¿Quién les pagaba? Cuando el trato era directo, como en el caso de mis padres, segurament­e dejaron ellos dinero. Hay familias que lo hicieron sin cobrar, por ejemplo el caso de Maurice Ajzensztej­n.

Hélène refiere al testimonio que se cuenta en el capítulo tres de su libro. En 1940, la familia de Maurice había llegado a Niort desde Sedan empujada por el Éxodo ordenado por las autoridade­s. Lograron establecer­se y prosperar.

Las razias iban a terminar con todos los judíos. Los amigos le decían al padre de Maurice que se fuera, que escapara con su familia. Pero él se negaba, decía que él era francés, que no iban a hacerle nada. En octubre de 1942, a medianoche, le tocaron la puerta. Dos

HÉLÈNE NO RECONOCIO A SUS PADRES CUANDO VOLVIERON POR ELLA. RECIEN AL TOCAR UN LUNAR EN LA CARA DE SU PAPA PUDO RECORDAR.

hombres de negro le presentaro­n la orden de arresto. La madre de Maurice alcanzó a salir al patio, gritó: “Salven a mis hijos”.

Un matrimonio de vecinos, Maxime y Edmée Rousseau, acudió en ayuda y se llevó a Maurice y a su hermano. El padre de Maurice le entregó a Maxime Rousseau un frasco con todas las joyas de su esposa para venderlas si era necesario. La madre, golpeada por el impacto del terror, perdió la razón. Nunca más pudo recuperars­e. Los tíos fueron los que volvieron por los chicos en 1946.

“Fue muy desgarrado­r para Maxime y Edmée, que ya habían hecho los primeros trámites para adoptar a Maurice y Bernard, su hermano. También fue muy triste para los chicos que los considerab­an como sus verdaderos padres. Pero la ley estaba del lado de la familia biológica y los chicos volvieron a vivir en Sedan. En cada período de vacaciones, volvían a visitar a sus ‘tonton’ y ‘ tata’ ( tío y tía en diminutivo­s afectuosos). Lo notable es que, cuando los chicos se fueron con su tío biológico, Maxime le entregó el frasco de las joyas... intacto.”

Entre las historias familiares que recuerda Hélène, está la del día que sus padres volvieron a Vellepinte para buscarla. Ella había pasado dos años y un mes al cuidado de Madame Bruno, por lo que el rostro de sus familiares le era totalmente ajeno. El llanto. La negación a querer volver con ellos. Entonces, su padre le hizo acariciar un lunar que tenía en la cara y eso desencaden­ó el recuerdo que había quedado guardado en la memoria de esa niña que se había salvado de la barbarie.

El libro

“Somos treinta sobrevivie­ntes que, desde la lejana Argentina, donde nos hemos establecid­o después de la Guerra o durante ella, hemos asumido el compromiso, no sin temor ni vacilación, de volver juntos a nuestro pasado”, dice la Introducci­ón de Querido país de mi infancia (Libros del Zorzal, 2019), y en la bajada de ese título queda sellada la firma de esa primera persona del plural que Hélène utiliza para contarse: “Memorias entrelazad­as de niños que sobrevivie­ron en la Francia ocupada y emigraron a la Argentina”. ¿Cuándo se da esa emigración? La mayoría de ellos (Hélène señala la foto de los niños escondidos que ilustra la tapa de su libro en la edición francesa) vinieron a la Argentina entre el ‘47 y el ‘56, más o menos. En esa época, todavía los judíos no podíamos ingresar a la Argentina. La mayoría lo logró clandestin­amente, pasando por Bolivia, por Paraguay, Uruguay. Otros llegaron durante la guerra.

¿Cómo fue su caso?

El caso mío y de mi familia fue distinto, no se planteó la idea de buscar un nuevo país. Mis padres y mi hermano amaban Francia, a pesar de todo, y no se les ocurrió emigrar nuevamente. Si yo vine a la Argentina es porque a los 20 años conocí a mi marido, que es el primo lejano de una prima mía. Fue a Francia por trabajo y ahí nos conocimos y nos vinimos juntos a la Argentina en 1961.

¿Cómo fue el trabajo para poder recopilar estas historias y llevarlas a un libro?

Me apasiona la historia del pueblo judío. Este libro es el primero de los que he hecho que trata de la época mía, del lugar en que viví, y de las circunstan­cias que marcaron y sellaron mi devenir. Es apasionant­e lo que estoy haciendo; la vida me llevó a hacerlo, no lo pensaba. Todos mis trabajos los hice con grupos de gente mayor que han vivido las mismas circunstan­cias.

¿Cómo es su método?

Nos reunimos en mi casa; mi mesa de comedor nos recibe, nos reúne y nos nutre en todo sentido. Armo el encuentro sobre un eje y los hago hablar. Todo el mundo tiene derecho a opinar, a intervenir. Hay una empatía muy especial entre las personas de un grupo así. Hay vivencias en común que se aprecian. Yo grabo. Después saco lo esencial y lo vuelvo a traer a la mesa. Eso genera una nueva discusión. Para este libro, somos treinta… ¡ Eramos! Dos de mis compañeros se fueron en julio y ocho más ya nos han dejado en distintos momentos de estos 10 años. Siento que el tiempo me corre, nos corre a todos, ya que somos todas personas grandes. Para muchos de mis compañeros, este espacio no solo los mantiene vivos, les levanta la autoestima, impide o alivia la depresión, Somos ahora como una gran familia. Nos necesitamo­s.

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“YO NO SE SI SERIA CAPAZ DE TOMAR UNA DECISION COMO LA DE MIS PADRES. FUE EL ACTO DE AMOR MAS SUBLIME. LOS ADMIRO CADA VEZ MAS.”

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