CASTILLOS Y PALACIOS LLENOS DE HISTORIAS
p. 34
A los estudiantes de periodismo deportivo de principios de los años ochenta se les daba a leer, entre otras cosas, Homo ludens, un libro de 1938 escrito por el filósofo e historiador holandés Johan Huizinga. Este ensayo sostiene que el juego es inherente a la naturaleza humana y precede a la cultura, tanto que es un rasgo que también aparece en otras especies animales. Se trata de una actividad que no surge de una necesidad inmediata y carece de utilidad. Uno juega para divertirse, pero no de cualquier manera: acepta someterse a reglas, aunque sean muy simples, y también accede a delimitar un espacio de desarrollo. La sofisticación del sistema conduce al deporte competitivo, en el que empieza a tallar el anhelo por obtener gloria, prestigio, dinero. Las tensiones crecen. Las obligaciones también. Ganar se vuelve necesario y lo lúdico queda en un discretísimo segundo plano (aquí, los alumnos que defendían al incipiente bilardismo lograban una justificación teórica en su polémica con los muchachos menottistas).
El juego, sostiene Huizinga, se transforma entonces en una teatralización de la lucha por la vida.
Un perro puede obsesionarse con una pelota tanto como Messi (recuerden el memorable cuento de Hernán Casciari), pero sólo el ser humano es capaz de alcanzar la plasticidad artística que a veces se ve en el deporte de alta competencia.