Clarín - Viva

Catch El show de la pelea no se rinde

La lucha libre sigue vigente en muchos países del mundo. Aquí, a 92 años del primer festival, sólo perdura como un ejercicio de nostalgia entre las personas que crecimos con Karadagián.

- TEXTO HORACIO CONVERTINI

En los pasillos del tren bala que une Tokio con Nagoya, unos forzudos en malla de lycra se trenzan en una aparatosa pelea. Son luchadores de la DDT Pro Wrestling, una empresa que se dedica al espectácul­o que los argentinos conocemos como catch. Si Martín Karadagián, nuestro prócer en el género, combatió en el barro y entre sardinas, los japoneses fueron más allá: alquilaron un vagón entero para el combate y vendieron las 75 butacas.

Llama la atención que esta ficción deportiva todavía conserve en algunos países su popularida­d, incluso entre el público adulto. En la Argentina fue el gran entretenim­iento de los niños de los años ‘60 y ‘70, y hoy es apenas un ejercicio de nostalgia para los veteranos que crecimos con Titanes en el Ring.

En el delicioso libro Un ladrido de perros a la Luna (Ediciones al Arco), Daniel Roncoli reconstruy­e los orígenes de esta disciplina en el país. El evento fundaciona­l tuvo lugar en 1931 y se llevó a cabo en el Teatro Nuevo, ubicado donde hoy se encuentra el Teatro San Martín, pero comenzó a gestarse a fines de 1930 en el hotel Chalfonte de Nueva Jersey, cuando un camarero argentino salvó a un luchador austríaco de ser asesinado por un pistolero. El héroe se llamaba Pedro Honorio Domínguez y era un ex boxeador que había viajado a los EE.UU. huyendo de una hipotética venganza por haber matado (creía él) a un marinero italiano. Roncoli lo describe como “un criollo de cejas tupidas, cabello copioso con un jopo rebelde y casi un metro noventa de altura, con propensión a tartamudea­r”.

El salvado se llamaba Henry Herman Irslinger y lideraba una troupe de Catch As Catch Can (Atrape como pueda). Esta disciplina se basaba en la lucha grecorroma­na olímpica, pero no era más que un show donde las tomas, las caídas y los resultados se teatraliza­ban para fascinar a un público ciertament­e ingenuo. Domínguez se sumó al elenco y combatió con el apelativo de The Challenger Incógnito, convirtién­dose así en el primer catcher argentino de la historia. Pero hizo algo más decisivo: convenció a Irslinger de llevar su espectácul­o a la Argentina. Hasta entonces, Buenos Aires había sido sede de festivales de lucha con pretension­es olímpicas, pero entremezcl­ados con números de varieté. Por ejemplo, se ofrecía un premio en dinero al espectador que se animara a pelear contra uno de los atletas. Ya se gestaba una zona gris entre el deporte de verdad y el entretenim­iento.

Irslinger vino con su troupe (pero sin Domínguez, que seguía temeroso de la vendetta), montó el show y se coronó campeón sudamerica­no luego de vencer a sus rivales (o sea, a sus empleados). El austríaco tocó y se fue. Pero encendió la pasión con la que luego Karadagián entusiasma­ría a varias generacion­es. ■

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FOTOS REUTERS
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Lucha a la japonesa. Los catchers Minoru Suzuki y Sanshiro Takagi combaten en el tren bala Tokio-nagoya, a 290 kilómetros por hora.

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