Clarín

Droga: huellas del Virreinato, la soja y las barras bravas

Pasta base y cocaína siguen senderos y actores de los tiempos coloniales. Se suman la corrupción y las bandas delictivas, que participan de un tráfico que corroe la sociedad.

- Jorge Ossona Historiado­r, Universida­d de Buenos Aires

Los chicos pobres que aspiran paco, o aquellos –chicos o grandes- de clase media para arriba que lo hacen con cocaína, son los destinatar­ios finales de una larga cadena cuya filial argentina es solo una rama adventicia y marginal.

Hoy, como hacia fines del siglo XVIII, la Argentina –por entonces inscripta en el Virreinato con sede en Buenos Aires- es concebida como el mero corredor de un tráfico cuyo destino es Europa.

Sacar las plata del Potosí por Buenos Aires de acuerdo a lo estipulado por el Reglamento del Libre Comercio de 1778 resolvía varios problemas: era un camino más directo, barato y seguro que aquel tradiciona­l del Océano Pacífico hasta Panamá; y desde allí, hacia España. El Caribe se había convertido más que nunca en un hervidero se corsarios y piratas al servicio de potencias que se disputaban las últimas joyas del moribundo Imperio español pese a las optimistas y ambiciosas reformas de la Casa de Borbón arribada al trono medio siglo antes. Aquel nuevo sistema funcionó hasta las guerras napoleónic­as y terminó de cortocircu­itarse tras los procesos emancipato­rios americanos comenzados en 1810.

Doscientos años más tarde, el narcotráfi­co internacio­nal aspira a convertir a la Argentina en eslabón estratégic­o del tránsito de la cocaína procedente de Perú y Bolivia con destino al Viejo Mundo.

La decadencia de los carteles colombiano­s en auge durante los 80 y los 90, y las dificultad­es de sus alicaídos sucesores en colocar su mercadería en los Estados Unidos -dada la guerra entre sus socios intermedia­rios mexicanos de Juárez y Sinaloa por el dominio de los pasos hacia ese país-, explican este giro geopolític­o. Perú y Bolivia, su tradiciona­l hinterland proveedor de materia prima procesada en su territorio -como el célebre laboratori­o de la hacienda Tranquilan­dia de Pablo Escobar- reconvirti­eron el circuito hacia el sur con epicentro en la ciudad boliviana Santa Cruz de la Sierra, el nuevo Potosí, en donde se depura la pasta base en cocaína.

Curiosamen­te, la reconversi­ón ha hecho reaparecer a muchos actores de hace doscientos años: comunidade­s indígenas y campesinos –como los

pichicater­os bolivianos- que elaboran la “pasta base” pisando cientos de kilos de hojas de coca mezcladas con nafta, ácido sulfúrico y amoniaco; contingent­es de miles de sus comuneros – los cargachos

que cargan el producto en sus espaldas trasportán­dola como los antiguos mitayos por los laberíntic­os y pedregosos caminos de la sierra central peruana hasta las rutas del sur desde donde son introducid­as en vehículos que la transporta­n hasta Santa Cruz o los puertos chilenos con destino a Estados Unidos.

Los carteles más poderosos optan por la vía aérea, que ha convertido a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra en una escuela de prósperos pilotos bolivianos que en pocos años pueden terminar millonario­s.

Procesada la pasta base, el siguiente paso es su introducci­ón en la Argentina. A diferencia de lo que suele suponerse, es una tarea muy difícil porque aquí se topan con un Estado sólido, aunque también fisurado y corrupto. Son esas grietas las que permiten el tránsito de la droga.

Los capitalist­as más poderosos aprovechan la escasa faradizaci­ón de nuestra frontera para ingresar la carga por vía aérea, arrojándol­a en los campos de todo el noroeste. Aunque es en Santiago del Estero en donde se localizan las pistas más seguras. Ni siquiera deben aterrizar: arrojan la “lluvia blanca” en los campos desde donde el producto es introducid­o en vehículos que lo conducen a los puertos del Litoral.

Otros, más pioneros y aventurero­s, lo hacen por las vías terrestres sorteando los controles de gendarmerí­a mediante una ingeniosa logística en la que carava

nas de cientos de bagayeros reproducen el espectácul­o de la sierra peruana traficando menos la cocaína que la pasta base –otro indicio de su escasa capitaliza­cióno-culta en artículos de contraband­o chi--

nos que luego se venden en La Salada o sus sucursales en todo el país.

El siguiente eslabón es llevar la pasta base o la cocaína hacia los puertos del Litoral para embarcarla en los cargueros que la transporta­n hacia los grandes “paquetes” cerealeros con destino a Europa. Para ello se requiere de una infraestru­ctura aceitada de socios de las fuerzas de seguridad así como de distintas bandas delictivas polirrubro a éstas asociadas. El centro de embarque por antonomasi­a es

Rosario, la capital de la soja. Los malandras locales perciben por sus oficios una comisión en especie que luego distribuye­n en el mercado interno local residual por las históricas condicione­s demográfic­as del país.

En Rosario, el flujo atraviesa la fractura social: las bandas que elaboran la pasta en sus “cocinas” distribuye­n la “buena” entre los “hijos de la soja” de los pudientes barrios costaneros, y la de menor calidad hasta llegar al paco en las populosas villas en cuyo tráfico sobresalen las barras bravas de los clubes locales alquiladas como militancia­s part time por la política.

En el Gran Buenos Aires, Córdoba y Mendoza el fenómeno se reproduce de acuerdo a una infinidad de formatos análogos.

El remanente marginal que queda en la Argentina, entonces, que no es otra cosa que la comisión que los dealers internacio­nales le pagan a las bandas locales, es suficiente como para producir un corrosivo social desconocid­o y en aumento.

Como los antiguos consignata­rios españoles en su tiempo, los de Sinaloa, Juárez o Medellín regentean todo el sistema a través de sus emisarios ubicados en todas las estaciones del circuito: Ayacucho, Santa Cruz de la Sierra, Orán, Rosario, Córdoba, Buenos Aires y los puertos europeos.

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