Una cierta idea de Buenos Aires
Me hallaba prisionero de un atasco de tránsito cuando, en el asiento del acompañante, descubrí el diario; anunciaba el testimonio del hombre más feliz del mundo: un pelado francés del Tibet. Aparentemente, el flagelo que Fontanarrosa sindicaba como el peor sufrido por la humanidad, la calvicie masculina, no hacía mella en el monje. Sonó mi celular: uno de mis contratistas me preguntaba por qué no había entregado aún el guión. Delante de mí, dos automovilistas que se bocinaban sin razón descendieron y comenzaron un duelo con aerosoles de gas mostaza.
Un mensaje de facetime llegó a mi ipod pese a su pantalla rota: me aguardaban en una reunión a la que tendría que haber llegado 15 minutos atrás. “Basta”, decidí, “Me pelo y me voy a vivir al Tibet, a ser feliz. Meditaré, miraré los arbustos y me rascaré las axilas con un plumero hasta ver a Krishna”.
El viaje me lo pagaría la revista Soho, que siempre me sugiere que viva alguna experiencia radical para después escribirla, como tratar de caminar por la avenida Díaz Vélez sin pisar excremento de perro. “Abandono esta ciudad de alienados”, me repetí.
Dejé el auto en donde estaba y me alejé caminando. Antes de huir de Buenos Aires, me comería la última porción en Guerrín. Qué buena que estuvo. También debería despedirme de las librerías de usados: entré a la primera que se me cruzó, y milagrosamente descubrí La cura-
ción de los Dalton, una historieta incunable que estaba buscando desde hacía años.
Pese a lo temprano de la hora, el andar de las mujeres le daba al invierno algo de jungla tropical. En los bares, ya había amigos conversando como si fuera posible vivir. Entré a tomar el último café antes de llegar al Obelisco. Corrientes pasando 9 de julio estaba particularmente vacía y fresca; las marquesinas de los teatros anunciaban cantantes españoles que había escuchado en mi adolescencia.
Qué pena dejar esta parte, pensé, siempre fuimos una po-
tencia cultural. Como De Gaulle, a partir de mis 18 años yo me había hecho una cierta idea de Buenos Aires. En definitiva, la ciudad nunca me había defraudado. Más aún, permitía a un pobre pelagatos como yo contar sus historias. Pero ya no aguantaba más: el ruido, el humo, la violencia, el tránsito, me habían superado.
Sin embargo, algo me dijo que yo no había nacido para ser feliz. Pero sí para ser porteño. Resignado, repetí como Patton cuando mira las ruinas de la guerra: “Que Dios me perdone, pero amo esto”.