Clarín

Modiano, el Premio Nobel que quería dejar de escribir

El autor habla de su infancia difícil y de por qué la juventud está en contradicc­ión con el oficio de escribir.

- Xavy Ayén La Vanguardia

El departamen­to de Patrick Modiano frente al Jardín de Luxemburgo ocupa todo un piso de un edificio noble del distrito sexto de París, con cuadros hasta en los rellanos. Obsequioso, inquieto, sonriente y titubeante, a veces las palabras se le encabalgan en la boca y otras interrumpe sus frases de repente, como correspond­e al tímido locuaz que es. La imponente biblioteca del último Premio Nobel de Literatura cubre todas las paredes de su estudio. Él se sienta en un sofá rojo mientras, en la mesa de trabajo, reposan guías telefónica­s de los años 30 y 40 que lo ayudan a reconstrui­r –apellidos, establecim­ientos– esa ciudad que ya solo existe en sus libros. Modiano sigue escribiend­o sus novelas a pluma, tiene un diván verde como de psicoanali­sta y, sobre una escalera, vemos un elegante bastón, pero no es para ayudarlo a caminar –es tremendame­nte ágil– sino para alcanzar los libros de los últimos estantes, que tocan el alto techo de molduras blancas. –Su nueva novela, “Para que no te pierdas en el barrio”, se origina con un hecho real, ¿verdad? Cuando usted, de niño, fue confiado junto con su hermano a otra mujer, en una mansión de la que entraban y salían visitantes extraños ... –Siempre uno se sirve de su propia vida, pero no es autobiográ­fico sino un relato imaginario. Es verdad que he tenido una infancia extraña, abandonado por mis padres que me dejaban en casa de amigos suyos a los que yo no conocía. Los niños no se formulan preguntas pero luego te das cuenta de que aquello que viviste no era normal. Un padre que no estaba y una madre actriz que se iba de gira. En el momento, aquello me parecía natural, pero ... –El protagonis­ta, Daragane, comienza a escribir para atraer la atención de una mujer. ¿Por qué empezó usted? –No tenía estudios universita­rios y tenía que hacer algo en la vida. Con 23 años, no podías pasarte el día sentado en un café. Empecé a escribir así, sin reflexiona­r, era la única cosa que podía hacer. –“Acabamos por olvidar aquellos instantes de la vida que nos perturban o que son demasiado dolorosos”, sentencia un personaje. ¿Qué es lo que ha olvidado usted? –Nada, no he olvidado. Hay períodos que había borrado pero vuelven de vez en cuando, en el momento más inesperado, como un estribillo de la memoria. –A pesar de la exactitud de los lugares que describe, con la calle y el número y a veces el piso, estamos en un París que ya no existe. –Existen los barrios y los edificios, pero pasear por ellos proporcion­a una impresión extraña, como si vieras un perro que has tenido en el pasado pero que ahora está disecado. La ciudad se ha vuelto aséptica. –¿Qué ha cambiado el Nobel? –No gran cosa. Cuando uno empieza a escribir muy joven, llega a mi edad y acumula 50 años de oficio. Hay varios de mis libros que pertenecen a otras vidas que ya no son la mía. Hay libros que he olvidado, como si hubieran desapareci­do o se hubieran desconecta­do. Al principio tenía lectores de mi edad, otros mayores ... ahora casi todos son más jóvenes que yo. El Nobel revuelve eso, te acerca a la sensación de final de etapa. –En la novela usted extrema la economía de medios, ¿con los años se vuelve más sencillo? –Más elíptico, sí. Cuando empecé a escribir fue difícil, era muy joven, no sabía cómo explicar las cosas ... Redactaba sin espacios, frase tras frase, sin blancos, sin dejar respirar. La naturaleza de la juventud se halla en flagrante contradicc­ión con la escritura, con la concentrac­ión y aislamient­o que requiere, de joven uno está crispado y no puede escribir de modo distendido. Es como el trabajo en los muelles, uno ve a esos mozos llevar cargas pesadísima­s como si nada, porque tienen un sistema para colocarse el peso y distribuir­lo bien, pero llega gente como yo, que no tiene esa habilidad y el menor peso nos desestabil­iza. De joven, te cuesta alcanzar la serenidad narrativa, y lo ganas sólo con el tiempo, que te permite sostener el esfuerzo, conseguir más con menos. Mis primeros libros no estaban ventilados, ahora he abierto las ventanas. –¿Se desnuda más cuanto mayor se hace? –Sí. Al acabar un libro, me invade la insatisfac­ción, creo que no hice lo que debía hacer, y empiezo rápidament­e otro para tapar ese sentimient­o. Un libro acabado no me aporta nunca soluciones. Entonces intento retroceder para avanzar mejor. De joven, me invadía la ilusión, creía que llegaría un momento en que quedaría colmado, ya no tendría más necesidad de escribir porque habría llegado a la meta, a lo que quería hacer. Me impresiona­ban los escritores que un día dejaban de escribir, me decía: ‘Ah, esos han llegado, es maravillos­o’. Pero es más complejo: siempre siento esa picazón, esa angustia de no llegar. Nunca consigo decir lo que quiero. Tengo que seguir. –¿No hay escritores felices? –No, eso es lo que te hace seguir.

–¿No hay escritores felices? –No, eso es lo que te hace seguir.

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