Cuando los hijos quieren saber
E
l chico te está tomando el tiempo. “Mamá, ¿cuántos espermatozoides tiene un hombre?”, pregunta tu hijo de nueve años durante el desayuno, sin quitarte los ojos de encima, haciendo que una palabra que nunca antes le escuchaste suene tan suya como River o sol o zapatillas. Sabe todo, seguro, pero -cachorro de periodista- está probando qué tan confiable es la fuente. “Nada de cigüeñas, semillitas u otras bobadas campestres; batime la justa”, parece reclamar. “Millones”, contestás, tratando de que la sorpresa no te queme las tostadas y preguntándote si esta iniciación marca también el ocaso del Nesquik y la toma del poder por el café con leche. “¿Y por qué no tiene millones de hijos?”, razona él, con la sospecha de que le niegan información sensible.
Lo que sigue a lo largo de la semana es una lección por entregas de educación sexual en la que padre y madre intentan estar a la altura de la curiosidad voraz del pequeñajo, que alterna sus juegos en la Play 3 con preguntas más incisivas y demandas de especificidad (“Eso lo entendí, pero contame esto ...”).
Cuando el examen pasa y vibra en el aire la sensación de que algo importante ha cambiado para siempre (¿es este el fin simbólico de la infancia? ¿el momento en que sabemos cómo hacer vida así como alguna vez inventamos el fuego?), te quedás con la duda de si habrás logrado transmitir lo esencial: que no hay nada más misterioso que el deseo.
Y que la canción es sabia cuando arenga aquello de: “El que tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide.”