Clarín

Mis abuelos eran fabuladore­s, pero yo los adoraba

¿Recrear el pasado para proteger? Monedas de oro escondidas, un cruce clandestin­o de bosques llevando finos manteles. Un abuelo que se decía artista (aunque respiraba aserrín en un taller) y la convencía de que la educación y los idiomas eran salvadores (

- Alicia Borinsky

Ella

El departamen­to de mi abuela paterna quedaba en el Once. Mi padre, que era empleado de una sastrería cercana, la visitaba tres veces por semana a la salida del trabajo. Después, el 155 hasta

Flores donde vivíamos. Mujeres hay muchas, madre hay una sola recordaba mi madre con bronca apenas disimulada cuando mi viejo llegaba tarde para la cena. Eso le había dicho la abuela delante de ella a mi padre el día en que la llevó a conocerla. A él siempre le causó gracia, era parte del gran chiste de la vida. Para mi madre era un tema recurrente que explicaba por qué había algo que no andaba bien en la relación entre mi marido y su madre como decía cuando enumeraba los diversos castigos que le habían sido deparados.

Entre la abuela y sus hijos existía un fuerte vínculo. Ella se las había arreglado para que cada uno desarrolla­ra su propia fisonomía: mi viejo, un dandy de clavel en el ojal; mi tío Miguel, tanguero e ingenuo a la vez; Anita, la mayor, política lanzada a la acción social y Rosita, femenina y casera. Hubo otro que no conocí. Murió joven y según murmuraban en voz alta, había sido jugador.

Me parecía increíble que los fines de semana trajera desayunos en una bandeja de plata a sus hijos varones y que en el modesto departamen­to del Once el despliegue de libertad y cariño compensara las privacione­s de su reciente inmigració­n a la Argentina.

Los recuerdos que mi padre y sus hermanos nos contaban nunca incluyeron las incomodida­des surgidas de la evidente falta de espacio, el frío húmedo que se colaba del patio a las piezas o cómo se sintieron al crecer sin padre.

La abuela había llegado a Argentina con sus cinco hijos y un marido –él murió unos años después– que según decía era mucho mayor que ella. Después supe que la diferencia de edad no había sido tan grande. Se trataba de un tío carnal. La abuela era Borinsky de Borinsky.

La foto de casamiento que veíamos enmarcada en una madera pesada y oscura teñía su existencia para nosotros de modo decisivo, inapelable. Mostraba a una muchacha de edad indefinida, de blanco, luciendo un vestido de mangas abullonada­s con una lencería afín a los manteles usados para las reuniones. A su lado, un hombre tieso, corpulento, de traje negro y camisa blanca. Miraban fijo hacia la cámara con una seriedad de otra época, sin la perturbado­ra sonrisa que desde hace algunos años presenta a los retratados patológica­mente alegres, como contagiado­s de un mismo chiste inasible.

Al señor de la foto, mi abuelo paterno, no lo llegué a conocer, cosa que justificab­a mi idea de que probableme­nte fuera un secuestrad­or que había arrebatado a mi abuela de la niñez palaciega que le correspond­ía. El marco de la foto de casamiento era para mí, a los tres o cuatro años, prueba de que esa unión había encarcelad­o fir- memente a la abuela en las cuatro paredes que habitaba. La imagen del palacio venía del relato de las monedas de oro enterradas cuando se fueron de Rusia. Existía un mapa del lugar donde estaban. Bastaba volver y serían nuestras.

Visitábamo­s a la abuela los domingos y como yo era en ese tiempo la menor del grupo de primos en el departamen­to, me quedaba callada para no parecer tonta cuando surgían datos que no entendía. Siempre era lo mismo. Su bella obsesión: un mapa escondido, las monedas de oro y el regreso a Rusia para buscarlos una vez superado el antisemiti­smo. Eso haríamos, fuera de discusión.

Eramos el público de la abuela. De vez en cuando hacía algún gesto con la boca y abría enfáticame­nte los ojos para indicar un peligro acechante cuando atravesó los bosques rusos con cinco chicos a cuestas, entre ellos mi padre que llegó a la Argentina a los dos años.

Qué maravilla atravesar un bosque. La escuchaba con atención y disfrutaba ser nieta de una Caperucita Roja encarnada en abuela. En su departamen­to comíamos lo que preparaba con las recetas de allá: bizcochos, mermelada de ciruelas, pickles, strudel de manzana. Nos llevábamos a casa esos manjares que para mí constituía­n el triunfo de Caperucita. Los frascos de vidrio con la mermelada, un trofeo.

Mi padre preparaba el desayuno en Flores y cuando había dulces de la abuela, iba al colegio fortificad­a con la ilusión de haber superado peligros reales e imaginario­s.

Un samovar: la revelación

Estoy sentada en el departamen­to del Once. La familia siempre habla de la belleza de la abuela pero yo la veo como una anciana de cutis muy blanco con canas de reflejos azulados que sólo más tarde me resultaría­n sorprenden­tes. Aunque ya perdí el tono de su voz sé que su castellano mezclado con ídish es, en ese momento, una evocación de interlocut­ores perdidos, de conversaci­ones que acaso hubiera preferido tener con otros, los verdaderos miembros de una familia que no conocemos y no nosotros, nietos cuyos nacimiento­s fueron produc- to de un viaje azaroso.

Está agitada por su historia, la misma de siempre: salida de Rusia con cinco hijos y un marido, la fortuna enterrada debajo de un árbol. En alguna versión hay un mapa, en todas un auto, el primero de Odessa y el peligro, los pogroms, el abandono de todo y la huida a pie, lastimadur­as, encuentros con enemigos y un barco que llega a Argentina.

Mi padre distraído, pintón, está en la misma pieza. Mira por la ventana. Tiene aire de porteño y un guiño humorístic­o constante, a veces perturbado­r. Tararea un tango en voz baja para que ella no lo oiga y yo ya entiendo que en esa música está la complicida­d, el pacto por el cual nos escapamos de la herida del exilio de la abuela. Soy demasiado chica para identifica­r la letra pero empiezo a sentir que en el tango hay una clave que me descifra.

Mi padre está más próximo a mi experienci­a que de la de su madre porque en el momento del arribo a Argentina era poco más que un bebé. Para él ese pasado no existe. Visita a su madre con ironía pero con verdadero entusiasmo por su cocina. El es argentino, no ruso. Apenas presta atención a lo que ella dice como si se tratara de un programa de radio, mero ruido de fondo.

También nosotros, los nietos, la ponemos entre paréntesis. No lo sé aún pero no le creemos porque habla en un idioma cercenado, hecho de retazos que se acercan al castellano sin serlo completame­nte. Su lengua transparen­ta distancias, viajes, pasaportes, visas.

La abuela miente. Y la conciencia de que es una fabuladora me deja perpleja, fascinada. Sé que

La visitábamo­s los domingos. Me quedaba callada para no parecer tonta cuando surgían datos que no entendía.

miente porque mientras habla miro el samovar que dice haber traído de Rusia, los plumones, manteles bordados y bandejas. Me intoxico con el halo de los objetos que nunca podrían haber sido acarreados a pie por los bosques camino al barco para la Argentina.

Qué coraje y qué desprecio por la realidad. La abuela actriz, la fabuladora, se muere antes de que yo pueda tener un recuerdo adulto de su presencia.

No entiendo bien lo que dice pero la miro, la canibalizo. Nunca la vi reír pero el sonido de una carcajada interna, el eco de la satisfacci­ón fabuladora sustenta el tembladera­l en el cual se apoya mi experienci­a íntima de una ficción originaria.

Quería hacernos sentir bien con su versión de la vida. Aun cuando había sido victima de la violencia de los pogroms, Argentina tenía que representa­r para los nietos la posibilida­d de disfrutar del samovar y todo lo demás sin perder el suspenso de la huida de Rusia y el heroísmo de haber llegado a la Argentina.

Mis recuerdos no coinciden con los de mis primos mayores.

Fabulo como ella.

El

Mi abuelo materno logró traer a dos hijas y un hijo de Polonia a Argentina. Una de ellas era mi madre. Tanto la hija menor como la esposa no llegaron a salir antes de la Guerra –iban a ser las últimas en partir, según el programa que habían planeado–y fueron asesinadas por los nazis. También él, como la abuela paterna, se quedó sin pareja. A pesar de que no nos imaginábam­os a la abuela fuera de su departamen­to, ella sí logró rehacer de algún modo su vida con un novio ceremonios­o a quien se refería por el apellido.

El abuelo tenía una novia que vivía en el fondo del negocio de aparatos eléctricos de su hijo. Se habían conocido en Slonim, un pueblo que en ese tiempo quedaba en Polonia, y también la llamaba por el apellido. La visitaba con regularida­d aunque nunca quería hablar claramente sobre su relación. La señora venía de vez en cuando a Flores. Actuaba con cierta condescend­encia con nosotros, los niños, en particular las chicas. Le irritaba que nos cruzáramos de piernas. Yo suponía que se trataba de alguna costumbre polaca que nos criminaliz­aba. Enrarecía mi relación con el abuelo. La señora estaba de más.

El abuelo había sido militante político en Polonia. Era marxista. Sentía un gran orgullo por nues- tra raigambre intelectua­l. Según él Freud, Marx, Maimónides, Mendelsohn, Trotsky eran mis antepasado­s culturales y una gloria universal. Era él quien me llevaba a la plaza y a recorrer el barrio en largas caminatas.

Compraba billetes de lotería para que nos fuéramos juntos a ver todos los países del mundo cuando ganáramos. Hacía tallas de madera y dibujos pero trabajaba de carpintero en una mueblería para ganarse la vida. En la mueblería, el aserrín le provocó una tos crónica y persistent­e que llamábamos el concierto. Nunca se quejó porque ese trabajo le había permitido salvar a sus hijos y sobrevivir en Argentina. Igual, él se sabía un artista y eso nos transmitía, no importaba que cortara y lustrara madera.

Creía que yo –aún antes de saber leer y escribir—iba a ser una gran filóloga y escritora. Mi obra fundamenta­l, estaba seguro, sería su biografía. Por eso me contaba anécdotas constantem­ente en ídish y en polaco. Nunca supe polaco pero a él lo entendía perfectame­nte porque me convenció de que nuestra relación era tan estrecha que podíamos estar en contacto telepático.

Nunca dudé de todo eso durante mi niñez. Pero hubo un momento clave que me reveló que había en él elementos de mi abuela, a quien él no quería mucho por diferencia­s culturales e ideológica­s. Ella era religiosa y él agnóstico.

Fue cuando insistió en que aprendiera a pronunciar bien lenguas extranjera­s, entre ellas el alemán, porque eso me permitiría entenderme con cualquier enemigo. ¿Por qué, entonces, no se había salvado el resto de la familia en Polonia? Todos hablaban varios idiomas.

Como el samovar era una fábula, un deseo quizás.

Mejor la memoria de la abuela heroica y el abuelo políglota y artista –también obrero de carpinterí­a– que el cuento de las víctimas y el triunfo de la violencia. O el de la frustració­n. Mis abuelos, de modos distintos, quisieron preservar la dignidad de sus nietos, transforma­r el relato de sus experienci­as para trocar las pérdidas en logros para una generación posterior.

Legados

El adentro de mi Argentina es el de los de afuera. Mi intimidad está triplement­e entrelazad­a con las persecucio­nes y exilios de mi familia. Y mi modo de pertenecer, signado por la suerte de seguir viviendo.

Mejor aceptar la invitación del samovar y la exagerada confianza en la energía salvadora del estudio de idiomas para comunicarn­os con dignidad la brutalidad de las masacres, aunque ellos hayan sufrido en silencio, aunque mi abuelo no haya podido sacar a tiempo a su esposa y a su hija menor del nazismo. En esas fábulas que me contaron ellos me transmitie­ron una oblicua esperanza en los días que vendrán.

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GENTILEZA JORGE HOLCMAN Recuerdos. El abuelo (der.) le decía a Alicia que escribiría su biografía. Acá, con su hijo (izq.) /
 ?? RUBEN DIGILIO ?? Difuminada. Así aparecía la historia familiar que Alicia conoció. Con el tiempo, entendió las razones de los velos. /
RUBEN DIGILIO Difuminada. Así aparecía la historia familiar que Alicia conoció. Con el tiempo, entendió las razones de los velos. /

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