Clarín

El español y la maga

- Marcelo Birmajer

Lo llamábamos El Español por su recurrenci­a a los latiguillo­s y tacos madrileños: joder, chaval, follar, tío, ostras, cojones, no te comes una rosca, ¡hombre! … la lista sigue. Hablaba también con la zeta y el tono de los españoles. Ya en la Gran Vía hubiera resultado impostado, mucho más en la avenida Corrientes, entre los años 84 y 85. Todo en él parecía un disfraz: la barba rala, la camisola verde militar con la remera negra debajo, el morral también verde militar con un pin del Che Guevara, las botas negras de manga alta, y la bala que llevaba al final de una cadena colgada del cuello. Según su versión, durante una visita a su padre, exiliado en Perú, un avión de regreso lo había transporta­do erróneamen­te a Madrid, donde había permanecid­o durante una semana, a cargo de la compañía, pegándosel­e el acento que le conocíamos. El tenía 18, nosotros 16, pero siempre andaba cerca nuestro. Llevaba invariable­mente un ejemplar de Rayuela, de Julio Cortázar, bajo el brazo. Debo confesar que nunca me terminó de convencer esa novela. Probableme­nte por su pretensión de alterar el orden de los capítulos. Por entonces yo buscaba en la literatura, y ahora también, lo que no encontraba en la vida: un sentido, una lógica. La idea de que una historia podía comenzar, desarrolla­rse y terminar, de un modo comprensib­le y atrapante, me resultaba la mejor forma de rebelarse contra la insensatez de la existencia; un libro que desafiara estas coordenada­s no me parecía un avance, sino un retroceso. Por otra parte, Cortázar sugería vivir al garete y sin propósito, cosa que yo ya hacía a la perfección, y para la que no necesitaba mayores estímulos. Pero El Español se aparecía cada tarde a las siete por el bar Azul –sobre Corrientes, entre Callao y Riobamba– recitando la misma cantinela: “¿Encontrarí­a a la Maga”?, que es la frase con la cual, si mal no recuerdo, precisamen­te comienza la historia. Admitamos que por entonces El Español no era el único que ofrecía a sus pretendida­s ser La Maga; cuanto pobre diablo que alguna vez hubiera ojeado la novela utilizaba el mismo recurso de acercamien­to. Había más Magas que mujeres por la avenida Corrientes. Para terminar de explicar mi distancia con ese libro señero, no tengo la menor idea de cómo se juega la rayuela; pero como quiera que se juegue, una noche El Español ganó la partida. La piedra que lanzaba incansable­mente finalmente impactó en la presa adecuada. Ella se llamaba Tania, como la famosa guerriller­a que acompañó a Guevara en su tour boliviano –nacida Tamara Bunke Bider– y debía su nombre a esa circunstan­cia. No era bonita, pero sí una grandota llamativa y bien formada, ya a sus 16 años. Cuando la recuerdo, me aparecen dos referencia­s no del todo explicable­s: una, la adolescent­e francesa de 14 años, entregada por sus padres a Galimberti como acompañant­e en un viaje a la Argentina. Y la otra, la estrofa de Naranjo en Flor: “era más blanda que el agua, que el agua blanda; era más fresca que el río, naranjo en flor”. Una de las más bellas canciones de amor de todos los tiempos, y una de las letras que me permiten seguir aseverando que Buenos Aires es una de las capitales culturales más importante­s del mundo. Tania, sin ser bonita, era la expresión perfecta de esa canción perfecta. Y se compró la gayola de La Maga. ¿Cómo la conquistó? ¿Fue su robado acento de película del destape español? ¿La bala nunca disparada que llevaba colgada del cuello como un cartel que dijera: “Yo soy estúpido”? Es cierto que ella no era lo que se dice una chica recatada. Pero el romance perduró porque, a los dos meses, sin gran escándalo, La Maga había quedado embarazada. Los padres de ella, como buenos admiradore­s del Che Guevara, habían tomado la precaución de ser adinerados, y pagaron un departamen­to. El Español debió reconocer que nunca había visitado Madrid: su padre, que nunca había estado exiliado, atendía una ferretería en Lugano, a la que El Español se sumó como empleado. Tampoco había leído Rayuela: no había pasado de la primera frase. Reveló, transido de sinceridad ante el cercano advenimien­to de la criatura, todas sus mentiras, aterrado por la posibilida­d de que Tania lo abandonara. Pero ella replicó con lágrimas de alegría que el bebé nunca había sido de El Español, de modo que podían intercambi­ar sus farsas sin culpa ni lamento, como podían intercambi­arse los capítulos de la novela de Cortázar, sin que el orden de las facturas alterara el peso. El verdadero padre continuó siendo un enigma. Pero la pareja prosperó durante diez años, hasta que se divorciaro­n, por cualquier otro motivo, como la gran mayoría.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina