120.000 personas fueron al Lollapalooza Berlín, que cerró Muse.
La versión alemana del festival se hizo en un viejo aeropuerto, con una grilla variada y coherente con la marca.
Cómo en el eslogan de un shopping, lo importante no es que vayas, sino que vuelvas. Y así fue que entre la primera jornada (sábado) y la segunda (domingo), Perry Farrell, el cerebro de la franquicia de festivales Lollapalooza, anunció que los días 10 y 11 de septiembre de 2016, su versión berlinesa tendrá una nueva edición.
Rebobinando un poco, el anuncio eufórico de Farrell confirmó que esta primera versión europea (la quinta ciudad que logra sede fija, luego de Chicago, Santiago de Chile, San Pablo y Buenos Aires, en tanto Bogotá será la sexta a partir del 2016) tendrá consecutividad. ¿El objetivo? Ingresar y competir de igual a igual con la larga tradición de festivales europeos.
En Berlín, la locación conmueve: se trata del Tempelhof, un enorme aeropuerto en desuso, que alternativamente fue utilizado por los nazis, los rusos, los americanos y los alemanes. Discontinuado en 2008, ofrece un marco increíble, con cuatro grandes escenarios desplegados sobre lo que sería la antigua pista de aterrizaje. En suma, más cemento y menos verde que lo que podemos conocer de versión local, sin resignar eficacia e impacto. En comparación, se pueden ver más atracciones (circo, granja, displays de actores disfrazados como Wallys o jugadores retro como Maradona, Valderrama, Rudi Voeller, Gullit, Ronaldo) y más puestos de comida, aunque las esperas suelen ser letales. En cambio, y a favor de nuestras costumbres higiénicas, hasta podría decirse que salimos ganando: finalizada la doble fecha, la basura acumulada sumaba toneladas y se esparcía democráticamente por todo el predio.
Entre la apertura con los Razz, una versión adolescente y alemana de The Strokes (el sábado) y el bombástico cierre con Muse (domingo), más de 50 artistas de todas las ligas y variables musicales conformaron una grilla coherente con la marca: una especie de mirada abarcativa y desprejuiciada de géneros y estilos.
En su día de apertura, sin que se pueda decir que el verano alemán se exhiba agobiante, nombres como Everything Everything y Hot Chip fueron armando el clima que empezó a despegar a partir de la presencia de FFS, o la fusión de Franz Ferdinand con los legendarios Sparks. Sin vedettismos, suenan integrados hasta cuando cada banda madre toca sus clásicos ( Take me out los primeros, la colosal This Town Ain’t Big Enough for Both of Us de los hermanos Mael). Continuando, los Bastille se confirmaron intrascendentes y los hip hoperos locales Deichkind fueron de los pocos artistas que se refirieron al tema de los refugiados, ofreciendo bienvenida para los sirios. Cerrando la jornada debut de un Lollapalooza en Europa, los aclamados The Libertines arrancaron con furia rockera y el morbo que genera Pete Doherty, pero se fueron deshilachando y desafinando ante un público que masivamente prefirió al aggiornado Fatboy Slim o al éxito contundente de Macklemore & Ryan Lewis, que culminaron en el Main Stage con su mezcla de humor, dance y performance.
El domingo, se confirmó a Sam Smith como un crooner grandioso en busca de un compositor y a Little Dragon como una banda con pasta festivalera. Como poniendo la tapa, los Muse fueron celebrados como banda hegemónica, exhibiendo con autoridad y autoritarismo su apabullante set. Su musicalidad y tendencia al impacto prácticamente no dejan espacios vacíos en la recepción de su oferta: no dan margen, invaden, destituyen cualquier sedimento de duda sobre si ese estruendoso pastiche de Queen, Rush y Radiohead es un mensaje de los dioses o si su rosario de paranoias de sci-fi no es susceptible de ser tomado como desfasado y artificioso para los tiempos que corren. Así las cosas, el Lollapalooza no sólo es un negocio rentable, una experiencia notable y un espacio de pertenencia para las nuevas generaciones: también te deja pensando.