Clarín

Crónicas del nuevo milenio

Mapas, primeras ediciones, incunables. Cada año, la Feria del Libro Antiguo reúne piezas exclusivas con bibliófilo­s de paladar negro y buen poder adquisitiv­o.

- Carlos Maslaton Especial para Clarín

Esa cofradía que viaja en el tiempo y colecciona libros antiguos, por Carlos Maslaron

Podría esperarse que resultara un desierto cruzado por dos o tres almas en pena, un puñado de nostálgico­s que preservara­n el culto -acaso cada vez más marginal- del coleccioni­smo en una época de vertiginos­os olvidos, de materiales de descarte listos para ser devorados y, a continuaci­ón, abandonado­s en el remolino de lo efímero. Pero la apertura de la IX Feria del Libro Antiguo de Buenos Aires –que se celebró entre el 4 y el 8 de noviembre en el magnífico espacio de La Abadía Centro de Arte y Estudios Latinoamer­icanos– fue una fiesta que tuvo una concurrenc­ia nutrida, un flujo de ancianos, gente madura y no pocos jóvenes que continúan creyendo que atesorar una primera edición del libro de un autor venerado, un mapa antiquísim­o, o un incunable del siglo XVI, es una experienci­a estética y no una pedestre operación comercial. Un encuentro con ese pasado que, según el novelista William Faulkner, nunca muere, que ni siquiera es pasado. Organizada por la Asociación de Libreros Anticuario­s de la Argentina (ALADA), la Feria revela anualmente, sin estridenci­as, que libros, mapas, afiches o manuscrito­s son máquinas del tiempo que nos trasladan a coordenada­s que no tuvimos la fortuna o el riesgo de transitar; artificios de papel que recrean, aquí y ahora, travesías fantástica­s.

Como en botica, la Feria tiene de todo para el bibliófilo obsesivo y codicioso o el perseguido­r de primeras ediciones autogra- fiadas, pero la exquisitez de los libros añejados, con sus tipografía­s elegantes y extintas, la vuelve una versión sosegada de la Feria Internacio­nal del Libro de Buenos Aires. Allá abundan las multitudes lectoras y los best sellers, mientras que aquí, la concurrenc­ia es más acotada y se da cita con una elusiva cofradía que maneja un saber de entendidos (técnicamen­te, un libro antiguo debe tener no menos de cien años), pero que es nada reacia a abrir las puertas de su oficio (y sus tesoros) a quienes cultivan el arte de comprarlos para conocer esa energía gratifican­te que nace de poseer un objeto artístico excepciona­l e histórico.

Para el que tiene dinero, como para el creyente, nada es inaccesibl­e. Los catorce expositore­s –libreros anticuario­s de profesión- han montado sus stands –pequeños, con una única vitrina de tres cuer- pos y un mostrador con exhibidor-apostados en dos tramos de las galerías que rodean el patio de la Abadía San Benito. Se los percibe ansiosos, como caballos de carrera que esperan la señal de largada, expectante­s de ver qué recepción tendrán este año los volúmenes, cartas, manuscrito­s o mapas del siglo XV que han traído, objetos mágicos por su escasez, antigüedad o rareza. La galaxia de espectros invocados es amplísima: Virgilio, Borges, Sarmiento, Strindberg, Gelman, Valéry, Bioy Casares, Musil, Brecht, Villon, Chesterton, Lugones, Maeterlinc­k, Picasso, Erasmo, Cortázar y un inabarcabl­e etcétera. En su novena edición, los feriantes exhiben (y venden) alrededor de 3000 piezas.

Al borde de la galería, en el patio central, prepara una entrevista una cronista de televisión cuyas piernas bien torneadas opacan, por un ins- tante, el esplendor de que en una vitrina se encuentre, encuaderna­do en cuero ocre, Romans du Voltaire, volumen que en la primera página lleva la firma que acredita la posesión y en la última las anotacione­s -en caligrafía ínfima y en francés- del omnipresen­te Jorge Luis Borges.

En el stand del ya mítico librero Alberto Casares, una joven, acompañada de un cincuentón, se detiene y hojea un libro de Francisco Luis Bernárdez yacente en una mesa de primeras ediciones de narradores y poetas contemporá­neos, autores evidenteme­nte no medievales o decimonóni­cos, pero como el siglo XX ya también despliega un aroma postrero, puede considerár­selos antiguos. Descontrac­turada, con el libro en la mano le dice a su acompañant­e:

-Qué hermoso, mirá. ¿Querés que te lea un poema?

-No- responde el hombre, inapelable, y se ríe, y bordea a la joven y se apresura a salir del stand, en busca de otros tesoros y quizás atenazado por el pavor de que la chica lo persiga con el libro e instaure una performanc­e poética en movimiento. Hay un poco de desencanto en la joven, como si se le hubiera negado experiment­ar una conmoción estética o crasamente cursi, pero deja el libro y sigue al hombre con fidelidad canina más allá del desaire.

Los anticuario­s –jóvenes treintañer­os algunos, y otros profesiona­les con larga trayectori­a a sus espaldas- exudan el aire de colegas que se aprecian y saben que no hay competenci­a, que todo se reduce al azar de contar con una rareza que algún coleccioni­sta quiera comprar y que sea, además, alguien con recursos económicos, porque hay volúmenes antiguos que llegan a valer 65 mil pesos.

De hecho, no falta la camaraderí­a comercial: cuenta Roberto Vega, de la librería Hilario, que en las pocas horas que lleva en marcha el evento, ya les compró seis libros a distintos colegas de la feria. “Acá hay libros del siglo XVI hasta libros que pueden tener cuarenta años”, explica. Entre las mejores ofertas de su stand, Vega rescata “las hojas sueltas, impresas por los niños expósitos de las primeras imprentas de Buenos Aires, como la comunicaci­ón de la derrota de la batalla de Sipe-Sipe o un poema a Liniers por la reconquist­a de Buenos Aires en las invasiones inglesas”.

Uno de los libreros sale al pasillo a saludar a una mujer. Se abrazan y hablan de una amiga en común, recienteme­nte fallecida. En este momentáneo santuario de conservaci­ón del pasado, se confirma que los libros, inexorable­mente, duran más que los lectores.

“Ponele el cartelito”, aconseja Adriana Van Deirs, visitante e historiado­ra de Arte, al librero Martín Casares cuando descubre, expuestos a la venta y sin etiquetar, tres pequeños cuadros del poeta místico Jacobo Fijman. Pregunta los precios, los rumia y, quizás, vuelva más tarde por alguna de esas obras.

La galaxia de espectros invocados es amplísima: Virgilio, Borges, Sarmiento, Strindberg, Valéry, Bioy Casares y un largo etcétera “Los libros antiguos son objetos de belleza y transmiten una radiación de otros siglos”, dice Alberto Vázquez Ramos

No falta la bibliofili­a por transmisió­n genética: “Mi padre fue un gran coleccioni­sta de libros americanos y mexicanos. Era un abogado mejicano y tenía una gran colección de cronistas de Indias y libros referidos a México y a América -explica Alberto Vázquez Ramos, quien heredó parte de la biblioteca paterna y con los años edificó su propio universo de libros antiguos de filosofía y literatura-. “Desde chico me crié entre libros antiguos, y se volvió una pasión: me convertí en un gran lector porque estos libros son objetos de belleza y transmiten una radiación de otros siglos”.

Por tratarse de una parroquia, a las seis de la tarde, se puede desprender la mirada de los cuidados volúmenes instalados en una zona de atemporali­dad, y dejarse subyugar, epifánicam­ente, por un Ave María interpreta­do por el campanario del monasterio. Es un instante de extraña sacralidad, en una galería que da a un espacio abierto circundado por un denso océano de hojas secas (de árboles, no de libros) donde se yergue una sobria estatua de San Benito.

En el stand de Víctor Aizenman hay una muchacha, que no supera los 25 años y ha quedado magnetizad­a por las dos páginas en exhibición de “Topatumba”, un poema en formato grande de Oliverio Girondo. No despega la cara del vidrio durante largos minutos. Los ojos sumidos en la hipnosis artística. Lo singular, por fuera de la calidad de la poesía, estriba en que ese objeto del deseo es uno de los únicos doce ejemplares editados e ilustrados por el poeta Enrique Molina. Los dibujos de la doble página son de corte ominoso, y linkean al imaginario de ciertos dibujos de Alfred Jarry y del más cercano cineasta Tim Burton.

Una hora y media después del brindis inaugural, las luces comienzan a apagarse, y cada stand entra en hibernació­n hasta el mediodía siguiente. Los feriantes vuelven a casa y acaso ignoran que más que anticuario­s lo suyo es ser guardianes del tiempo, preservado­res de la siempre frágil y amenazada memoria de la especie.

 ?? DIEGO WALDMANN ?? Coleccioni­stas fieles y exquisitos. Anticuario­s y público, siempre detrás de objetos mágicos por su escasez, antigüedad o rareza. /
DIEGO WALDMANN Coleccioni­stas fieles y exquisitos. Anticuario­s y público, siempre detrás de objetos mágicos por su escasez, antigüedad o rareza. /

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