Clarín

El legado de los abuelos sigue siendo un privilegio

- María Dimier de Vicente Directora Carrera Orientació­n Familiar, Universida­d Austral

Estamos inmersos en una sociedad que rinde culto por la imagen y en la que los modelos oscilan entre la belleza y la juventud. Esto delimita a la vejez en un marco cultural que lleva al rechazo de la realidad de esta etapa de la vida. Así, se fomenta un estereotip­o de la tercera edad que la muestra como invalidada física e intelectua­lmente, imposibili­tada de manejarse con autonomía e inadaptada a las nuevas tecnología­s. Ese estereotip­o alude a la decadencia y a la falta de vida.

Si se habla de ancianidad, hay que saber que se está hablando de uno mismo, del misterio de la propia finitud, de la propia vejez y de la propia muerte. Esas reflexione­s reclaman la aceptación de la pérdida y del paso de los años. El desafío que enfrenta el abuelo en la sociedad actual exige aprender a saber hacer y vivir con la realidad del momento de la vida; ello le brindará la serenidad necesaria que alivia frente a la exigencia cultural que intenta imponerse.

Las nuevas familias distan del modelo predominan­te de mitad del siglo XX y proliferan estructura­s más estrechas, mientras coexisten temporalme­nte de tres a cuatro generacion­es. Este “eje vertical familiar” reclama un mayor compromiso entre los vínculos de las distintas generacion­es a favor del mantenimie­nto de la vida cotidiana. El abuelo puede convertirs­e entonces en una pieza esencial de las redes familiares por su capacidad de ayuda a la familia, en muchos casos por exigencias laborales o económicas de sus hijos. Anteriorme­nte, eran los descendien­tes el cobijo de los padres en su vejez, pero en la actualidad esta ayuda se ve reducida o invertida, cuando adquieren un rol activo en la asistencia a la familia de sus hijos.

Por otro lado, el aumento de la esperanza de vida demanda muchas veces a los que ya son abuelos el cuidado de sus propios padres incapacita­dos.

Ante la ayuda a las familias de los hijos, podría correrse el riesgo de que se desdibuje o confunda el límite de los roles y las funciones específica­s de cada miembro. Así, es mportante que primen los vínculos con su propio matiz, para que los padres se “descentren” de la postura de demanda y puedan apreciar algo mucho más valioso: las relaciones intergener­acionales. Visto de esta manera, la ayuda cotidiana será una “excelente excusa” para permitir espacios que fortalezca­n los lazos de toda la familia.

En este siglo, el nieto no sólo conoce un mayor número de abuelos, sino también que goza de más cantidad de años para compartir juntos. Al ser parte del ciclo vital familiar, la vejez no se constituye como una ajenidad.

“Ser abuelo” implica no exclusivam­ente la presencia de un nieto, sino también la relación que el adulto mayor establece consigo mismo y su propia realidad, como portador de un patrimonio de valores del pasado y como representa­nte de un universo ético ideal de cara al futuro, superando egoísmos y aislamient­os. La esencia del vínculo entre ambos lo da la dinámica amorosa y educativa, en la que el nieto es “todo proyecto” y el abuelo es “historia, tradicione­s, riqueza de experienci­as, patrimonio ético”; dos extremos del mismo puente unidos por el cariño. Así, el joven en plena forma- ción se enriquece de la sabiduría de vida, en un crisol de valores y testimonio de tradicione­s, necesarios para su afirmación.

A su vez, este vínculo permite también reparar aquellos aspectos de la identidad del adulto mayor, no integrados o dañados consigo mismo o en su relación con sus hijos, por el alto grado de empatía e identifica­ción con otras generacion­es.

El abuelo atesora un enorme potencial fecundo de valores incalculab­les para la vida de los demás, que puede transmitir en cada palabra impregnada de calor humano y de esperanza, cuando siente que los años vividos “han valido la pena”. Esos valores permiten humanizar la sociedad distinguie­ndo la generosida­d frente a la competenci­a, el sosiego frente al apuro cotidiano.

Todo esto exige de la sabiduría entendida como “saborear” y “saber” reconocer de la vida la experienci­a adquirida a lo largo del trayecto vital.

Como si se saborearan las “recetas de la abuela”: esas que nos permitían recibir el olor y la calidez del hogar, que solo se pueden transmitir desde la realidad de las personas y de sus vínculos. Despreciar o restringir estos vínculos implicaría una pérdida irreparabl­e para cada individuo y para la humanidad.

El nieto es todo proyecto y el abuelo es historia, tradicione­s, riqueza de experienci­as

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