Clarín

Una profunda lección de vida antes de morir

Yanina Kinigsberg tuvo cáncer por más de 10 años. Su pareja cuenta cómo apostó al entusiasmo hasta el final.

- Gonzalo Girolami

Una noche, quince días antes de morir, Yanina me miró con sus inmensos ojos celestes y me preguntó si, efectivame­nte, se estaba muriendo, como queriendo confirmar lo que ya todos sabíamos. Tragué saliva, contuve el llanto y le respondí: “todo indica que sí”. Me miró nuevamente con su mirada iluminada y me dijo: “entonces llamala a mi hermana porque vamos a tener una conversaci­ón y traigan helado de chocolate porque es la mejor forma de tenerla”.

Durante la charla, y tomando helado, nos repitió instruccio­nes que ya nos había dado: quería que estuviéram­os cerca los próximos días, resolvió algunas cuestiones logísticas, nos recordó que quería que arrojáramo­s su cenizas al mar y nos pidió que convocáram­os a algunas de sus amigas. Al día siguiente, con un hilo de voz, les agradeció a todas en conjunto y a cada una por separado por el afecto de muchos años y la vida compartida. Nos tomamos de las manos, la abrazamos y lloramos. Después, pidió descansar en nuestro cuarto y yo me acosté a su lado hasta que las molestias nos obligaron, en la madrugada, a trasladarl­a a la cama ortopédica que habíamos colocado en el living. Fue la última noche en la que dormimos juntos.

Sabíamos que el cáncer estaba ahí, acechando. Los tres (Yanina, el cáncer y yo) habíamos convivido durante poco más de diez años. De una u otra manera, su presencia nos moldeó como pareja y nos enseñó a ver y a vivir la vida como un juego de probabi- lidades, de incertidum­bre, sin demasiadas certezas ni definicion­es. Pero el último año, lo que había sido una convivenci­a pacífica (aunque no sin sobresalto­s) se transformó en un proceso más intenso: en setiembre de 2014, la oncóloga de diez años, la amiga protectora y contenedor­a en la que Yanina había depositado su cuidado, nos miró fría y desconcert­adamente: unas rebeldes manchitas que le habían aparecido cuatro años atrás en el cerebro, habían resistido a una radioterap­ia y a una quimiotera­pia oral con drogas de última generación: había riesgo de vida.

Lloramos y nos abrazamos durante algunos días, como ya habíamos llorado muchas veces, ante distintos resultados de distintos estudios y controles. Ante otras manchas de pronóstico­s inciertos y otros tratamient­os que habíamos atravesado. Yanina, como siempre, apostó a la vida. Buscamos otros enfoques e iniciamos una estricta dieta macrobióti­ca. En pocos meses bajamos de peso y nos sentimos sanos y fuertes. Ella estaba radiante y luminosa, más linda de lo que yo nunca la había visto y pasamos un espléndido verano en una casa de revista que alquilamos por tres meses en una colonia de chacras en Cardales.

Nos visitaron amigos, nadamos en la pileta, cocinamos, corrimos a los tordos del jardín, caminamos en los atardecere­s juntando plumas de pájaros y volvimos en marzo a Buenos Aires. El cáncer no daba señales. En una resonancia de control, las manchas seguían ahí, no habían crecido y la macrobióti­ca parecía contenerla­s. Festejamos. Sin embargo, en abril, apareciero­n otras nubes en el horizonte: Yanina de pronto comenzó a ver doble. Era algo leve, a lo que se adaptó rápido.

No le dimos demasiada impor- tancia, pero era la primera señal de que las lesiones cerebrales podían haber comenzado a crecer. Preferimos esperar. Para fines de junio, había perdido diez kilos y empezaba a tener dificultad­es para caminar. De pronto, las piernas se le atrofiaban y mientras buscábamos demorar los controles para evitar enterarnos de lo que ya sabíamos, los síntomas se hacían cada vez más evidentes. El 16 de julio la ingresamos al Fleming; un día después, los estudios confirmaro­n nuestros peores temores: una metástasis cerebral avanzaba de forma irreversib­le y había provocado un edema considerab­le.

Si lograban controlar el edema, el pronóstico era de unos meses, a lo sumo. Si no lo controlaba­n, de unos días. Lo controlaro­n. En el medio, en siete días de internació­n inciertos, tuvimos nuestro primer simulacro. La muerte se acercaba y los dos los sabíamos. Una tarde, me recosté a su lado en el sanatorio, nos abrazamos y le pregunté

si tenía miedo. Me abrazó y me dijo que no le temía a la muerte, que le preocupába­mos nosotros: yo, su familia, sus amigos. Le dolía nuestra tristeza y nuestro dolor, no la enfermedad. Acordamos qué hacer con ciertos recuerdos, con sus textos, con sus fotos. Recuerdo que, entre mi llanto y mi angustia, en una conversaci­ón que me resultaba imposible, me dijo que no me preocupara, que ella iba a estar siempre y me reforzó la escena: “cuando me necesités, prendeme una velita y seguro me vas a sentir”.

El edema cedió y una semana después la externaron con pronóstico terminal y un esquema de cuidados paliativos domiciliar­ios. De pronto, nuestro departamen­to

se convirtió en un hospital y una cama ortopédica desembarcó en nuestro living. Enfermeros, kinesiólog­os y médicos ocuparon la escena y, cuando volvimos a nuestra casa, nuestra vida cotidiana, la vida que habíamos construido juntos durante diez años, desapareci­ó para siempre de un día para el otro.

Nos preguntamo­s si lo que venía tenía sentido, si prolongar una agonía no era una forma de extender el sufrimient­o. Me pregunté si mi egoísmo de tenerla como fuera no contrastab­a con un proceso cruento que era mejor que terminara lo antes posible. Me hacía estas preguntas mientras me instalaba mentalment­e en un futuro cercano y lejano a la vez: ¿un mes? ¿dos? ¿tres? ¿Cómo sería esa vida futura? ¿Cómo sería el tránsito hacia ese momento que todos sentíamos inminente? Como ya nos había pasado, como habíamos aprendido juntos, la vida sorprende, aún en el final. Las certezas son ilusiones y los miedos, construcci­ones de la mente.

Lo que vino después, aún en el medio del profundo dolor de una despedida, fue extraordin­ario. De

alguna forma, Yanina nos había engañado a todos en el último año: el diagnóstic­o previo y el pronóstico sombrío habían sido el principio de un camino que eligió a conciencia: por un lado, apostar a la vida, por el otro, amigarse con la muerte. En ese doble juego, quienes compartimo­s sus últimos meses, amigos y familiares, atravesamo­s una experienci­a inmensamen­te conmovedor­a y profundame­nte transforma­dora.

La conmoción era tanta que tuvimos que abrir un grupo de whats

app para reportar su día a día. Ahí, éramos veinte personas que compartíam­os la crónica de un final anunciado y que, por otro lado, no dejábamos de asombrarno­s por la entereza, el estoicismo y la valentía con que transcurrí­an sus últimos días. El deterioro físico contrastab­a con su lucidez. Estaba lisérgicam­ente lúcida, entre la morfina y los

calmantes, como la definió una de sus amigas, después de una larga conversaci­ón.

Yo leía, buscando respuestas y certezas, el manual on-line del Instituto Nacional del Cáncer de los Estados Unidos. Le llamaban “etapa final de la vida” y describía descarnada y minuciosam­ente el proceso de una persona que se está muriendo. La pérdida de funciones vitales y motrices, el cansancio, el malestar generaliza­do; todo se iba produciend­o según lo previsto. Sin embargo,

había conciencia. Una conciencia luminosa que nos descolocab­a a todos. Una voz que hablaba desde un lugar indefinibl­e. Buscando las otras respuestas, las que no encontraba en el manual del Instituto del Cáncer, alguien me acercó el Libro Tibetano de la Vida y la Muerte. La muerte, para esta mirada, posee una dimensión distinta. El cuerpo físico que habitamos en esta vida es sólo una estación en el camino que recorre la conciencia hasta su próximo estadío.

Pero hay algo más, que tiene que ver con mi experienci­a, la que atravieso yo, la que atravesamo­s juntos los que la acompañamo­s. Algo que tiene que ver con mi sensación de que, más allá del dolor, participo de un proceso ancestral y sagrado. Dice el libro tibetano: “... no puede haber una manera más eficaz de acelerar nuestro crecimient­o como seres humanos que trabajar con moribundos. Atender a moribundos constituye de por sí una profunda contemplac­ión y reflexión sobre la propia muerte”.

Su cuerpo la iba dejando y el cáncer la consumía. Jugamos a que había tiempo, a lo que haríamos en un futuro inexistent­e, a lo que nos hubiera gustado hacer y a lo que nos quedaba pendiente. En el medio, todos tuvimos largas conversaci­ones. Nos hablaba de sus proyectos: quería alquilar un gran galpón para convertirl­o en una especie de centro cultural, quería volver al mar (había buceado en muchos lugares) y comprar una casa con jardín. A todos los decía que en unos meses iba a estar mejor y que entonces iba concretar sus sueños postergado­s. Durante dos meses vivimos en un presente sin tiempo, habitamos, con ella, el territorio del ahora. Sabíamos que ese juego era también un ejercicio de despedida: hablamos del futuro para no hablar del pasado porque solo podíamos transitar el presente.

Cada instante fue lo que pudo ser, un reflejo de lo que había sido y también un ritual de despedida, de lo que quizás sería la última experienci­a repetida de las cientos de acciones metódicas, automática­s y mecánicas que hacemos todos los días sin conciencia de finitud. En el medio, Yanina no peleó, no se enojó, no se quejó. Sin embargo, mientras tuvo energía contestó mensajes, habló por teléfono, dio instruccio­nes; cuando no pudo, pidió ayuda y, en un esfuerzo sobrecoged­or y sobrehuman­o, se sostuvo en pequeños gestos cotidianos: abría la heladera empujando su silla de ruedas y guardaba un frasco de mermelada; frente al espejo se lavaba los dientes y elegía su ropa cada mañana.

Todo lo hizo despacio, sabiendo que no dominaba su cuerpo y entendiend­o que cada acción era, en sí, un acto de resistenci­a, un manifiesto de vitalidad que la contuvo y nos redimió en la exaltación del instante: podar una planta, pintar una jaula, preparar el desayuno, cenar en familia, cortarse el pelo con amigas, comer helado de chocolate se convirtier­on en verdaderas ceremonias. “Mientras haya helado, habrá un mañana”, nos hizo anotar en la pizarra de la cocina y todos nos conmovimos con esa frase que aún no logré borrar.

En los días que siguieron a la última noche en que dormimos juntos, el deterioro se aceleró: le costaba hablar, casi no comía, escuchaba poco de un oído, casi nada del otro, y ya no podía moverse. En su sabiduría, se dejó guiar por la enfermedad. Enojarse hubiera sido –y lo sabía– una pérdida de tiempo y el tiempo, en el final, lo es todo. El sábado 29 de agosto su respiració­n comenzó a entrecorta­rse. Le acerqué un collarcito con forma de escafandra que venía usando como un amuleto en los últimos años, que le recordaba al mar y al buceo que tanto había disfrutado. Lo apretó con la mano, me miró y la miré y entendí que era la última vez que hacíamos conexión.

Me sonrió y cerró los ojos. Murió dos días después, el mediodía del lunes 31, cuando yo, sentado al borde de su cama, chateaba con una amiga en común. La vi irse, sentado a su lado, en paz, con un suspiro. Agradezco haberla podido acompañar, y haber atravesado esta experienci­a intensa y conmovedor­a que me transformó para siempre. Todos

aprendimos de ella. Yanina transitó el camino que eligió y hizo de su muerte, una lección de vida.

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 ??  ?? Juntos. Un momento de calma en medio de la tormenta.
Juntos. Un momento de calma en medio de la tormenta.
 ?? GERARDO DELL’ORO ?? Solo. Hoy, Gonzalo, con la fuerza de los recuerdos.
GERARDO DELL’ORO Solo. Hoy, Gonzalo, con la fuerza de los recuerdos.
 ??  ?? Honduras, 2013. Yanina fue a hacer buceo, actividad que amaba.
Honduras, 2013. Yanina fue a hacer buceo, actividad que amaba.
 ??  ?? Buzios, 2007. Una época en que la enfermedad había remitido.
Buzios, 2007. Una época en que la enfermedad había remitido.
 ??  ?? Costa del Este, 2015. El último viaje que pudieron realizar.
Costa del Este, 2015. El último viaje que pudieron realizar.

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