La tradición, sin rutinas
Dirigida por el gran Antonio Pappano, la orquesta italiana ofreció un memorable concierto en el Colón.
Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia Director Antonio Pappano Solista Beatrice Rana (piano) Sala Teatro Colón, martes 10
Antonio Pappano, de quien sólo se sabía aquí por grabaciones o videos, acaba de debutar en el Colón al frente de la Orquesta de la Academia Santa Cecilia de Roma, para la temporada del Mozarteum. Por nombre y por repertorio, Pappano podría ser considerado un director italiano, aunque nació en Londres y se educó en los Estados Unidos. Conduce la Orquesta de Santa Cecilia desde 2005.
El maestro vino con el convencional esquema obertura-concierto-sinfonía, y con títulos no menos tradicionales: Obertura de La forza del destino de Verdi y dos piezas de Chaikovski, el Concierto para piano N° 1 y la Sinfonía N° 5.
El programa parece algo trillado, es cierto, pero el concierto fue completamente fuera de serie, comenzando por la interpretación de la obertura verdiana, hecha con un detalle, una graduación y un suspenso impresionantes.
También sorprendió la solista Beatrice Rana en el Concierto de Chaikovski. Rana tiene solo 22 años; nació en una familia de músicos, empezó con el piano a los cuatro años y a los nueve hizo su debut con orquesta (con un concierto de Bach). Todavía tiene un “tutor” pianístico -Ariel Vardi, con quien se perfecciona en Hannover-, aunque en la sala de conciertos demuestra seguridad y no poco virtuosismo. Su Chaikovski sonó diferente a lo habitual: muy rítmico, por momentos un tanto percusivo y peligrosamente próximo a Prokofiev, pero fresco y sin sentimentalismos. La Orquesta la acompañó admirablemente, y la solista respondió a las ovaciones del público con una giga de Bach.
La Quinta de Chaikovski fue antológica. Por el sonido general, el perfecto equilibrio y la calidad de los solistas, sin olvidar al timbalero, cuyos tres instrumentos (timbales de distinta afinación) constituyen el único sostén percusivo de la Quinta sinfonía. De pie, ubicado en el centro de la última fila de la orquesta, fue la contrafigura del director Pappano. Imposible no fijarse en él (Enrico Calini): por la precisión de sus golpes, que de tan límpidos y justos parecen llegar un micrón de segundo antes, por la graduación del redoble, cuya dinámica y velocidad crecen y decrecen con un dramatismo extraordinario, como también por la pura elegancia de sus gestos. Parece un actor de una película de Hitchcock, y da la impresión de que lo sabe.
Por su lado, Pappano es tan pasional como sutil. Su impecable lectura mostró un plus en el cuarto movimiento: por medio de un continuo magistralmente logrado, Pappano evitó esa chocante sensación que suele dar la Quinta de Chaikovski de un “final” encabalgado detrás de otro. El público le tributó casi la misma ovación que suele destinar a Daniel Barenboim; el director agradeció con unas cálidas palabras y dos bises: la sublime Nimrod de Elgar ( Variaciones Enigma) y la obertura de Guillermo Tell de Rossini.
Por el sonido de la Orquesta y la infinita sutileza del director Pappano, que se oye por primera vez aquí.