Clarín

La defensa de los ideales perversos

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- Alberto Amato alberamato@gmail.com

ace pocos días, una mujer, se presume porque las redes sociales consagran el anonimato, le deseó la muerte a Adrián, un chico español de ocho años que tiene cáncer. El chico sueña con ser torero. La mujer defiende a los animales.

A Adrián lo llevaron a una corrida benéfica en Valencia, le regalaron una montera y lo sacaron por la puerta grande de la plaza de toros. La mujer escribió en Facebook: “Yo no voy a ser políticame­nte correcta (...) Un niño enfermo que quiere curarse para matar a herbívoros inocentes y sanos que quieren vivir. (...) Que se muera ya. Adrián, vas a morir”.

Defender los ideales es una pasión noble. Ser esclavo de una pasión es convertirs­e en fanático. Y el fanatismo conduce al desastre. Hay gente que proclama con orgullo que nunca ha cambiado de opinión, como si ese fuese un logro de vida, un mérito. La verdad es que deberíamos desconfiar de quienes nunca cambiaron de opinión, como Hitler o como Stalin, para equilibrar los tantos.

Pero hay otro drama, moral, todavía insoluble, que plantearon los griegos. Está muy bien defender ideales. Pero cuando esos ideales conducen a la catástrofe, política o social, al horror, a la ignominia de desear la muerte de un chico de ocho años, ¿debemos insistir en su defensa? ¿Deberíamos repensarlo­s? ¿Estamos dispuestos a convertirn­os en monstruos para custodiarl­os? ¿Qué clases de ideales cobijamos que prefieren la aberración a la quimera? Era Bob Dylan, desde ayer sorpresivo Nobel de Literatura, el que cantaba: “La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento”.

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