Clarín

Desencanto y temor, en el lento éxodo desde “La Jungla” de Calais

Más de 4.000 personas fueron desalojada­s de allí en dos días y reubicadas por el gobierno francés.

- María Laura Avignolo mlavignolo@clarin.com

La Jungla languidece, se va vaciando lenta y voluntaria­mente, en este martes de “verano indio” en Calais. Los sudaneses fueron los primeros en irse, luego los eritreos, los sirios, los iraquíes. Los más reticentes son los afganos. Temen que, en un acuerdo europeo, los reenvíen a su propio infierno con el argumento de que ahora Afganistán es “un país seguro”. En su segundo día, la “demolición persuasiva” del campo de refugiados más grande de Francia se ha iniciado, con la policía antidistur­bios acompañand­o a los obreros de la empresa privada que desmontan esta miseria a mano, sin el apoyo de topadoras esta vez. Pero no existe la presencia del Esta- do francés en La Jungla, sólo el rumor. Si los refugiados quieren saber cuál será el futuro, deben ir al centro de acogida a 1 kilómetro, tras pasar el cerco policial.

La calle principal del campo es un espectro de lo que fue. Las casuchas de plástico y madera han quedado vacías, en este descampado tóxico e inundable, frente al mar y junto al Muro de Berlín, que separa su miseria de la ruta que atraviesan los camiones, donde se esconden para llegar a Gran Bretaña, cerca del ferry y el Eurotúnel. Ya cerró el Afghan Shop, que vendía el pan Nam, el “British Hotel” y los otros dos “hoteles” de 3 euros la noche, dos de las tres mezquitas, la escuela que enseñaba inglés y francés. El zapatero y el barbero partieron al Centro de acogida para subirse a un ómnibus y recomenzar una vida en Francia.

Lokman Square, ese homenaje a una plaza de Jalalabad en el medio de La Jungla, es un desierto. Ya se fueron los farmacéuti­cos iraquíes, los arquitecto­s sirios, los profesores, los ingenieros y médicos sudaneses, los estudiante­s universita­rios eritreos, el afgano que habla siete idiomas, planea aprender

francés en tres meses y ser traductor oficial en la ONU. No son solo paisanos abandonado­s, afganos que huyen de la miseria y la violencia tribal. Es la clase media de los países en guerra la que huye desde La Jungla.

Jan Mohamad, un profesor de inglés que llegó de Paktia, territorio talibán puro en Afganistán, luego de atravesar Irán, Rusia, República Checa, cree que La Jungla se terminó. “Es un fantasma. Antes cada uno vivía en comunidad. Nos ayudábamos, creamos la ley. Era un territorio libre solidario. Se rompió con la evacuación. No queda nadie”. Para él, que tiene su madre, su hermana, su cuñado en Gran Bretaña, no hay otra opción que el ómnibus y desde alguna región francesa, pelear un derecho que los británicos resisten: la reagrupaci­ón familiar.

En una de las últimas casuchas aún ocupadas, una música afgana canta a El Dorado británico y cuatro bailan. Otros, en un sueño de opio, pierden su conciencia en un viejo sofá. La heroína y el opio es la peor adicción de los afganos y circula en La Jungla como si fuera Kabul. Después de su brutal destrucció­n de la mitad de La Jungla, Francia aprendió la lección. La persuasión es mejor que la destrucció­n blindada para el desalojo, en lo que realmente hoy puede llamarse una operación humanitari­a.

Al menos 1.636 personas han sido “puestas al abrigo” ayer, en 33 ómnibus, repartidos en 55 centros de acogida, en siete regiones de Francia, a la espera de la suerte de su dossier de pedido de asilo. A ellos se suman 772 menores. Entre los 1.000 menores solos del campo, 217 chicos han podido demostrar sus vínculos con familiares en Gran Bretaña, que estudia los casos. En el segundo día del desmantela­miento, el gobierno francés ha alojado a 4.014 personas, de ellos 3.242 son mayores y 772 son menores, según las cifras entregadas por el Ministerio del Interior y el de la Vivienda franceses.

De pronto, un enorme humo negro y tóxico cubre La Jungla. Una cabaña afgana se prende fuego y el riesgo es que contagie a miles de otras, cubiertas de plástico y cartones. El avión de reconocimi­ento da varias vueltas para medir los riesgos. El fuego es intenso y la emergencia es desarmar esas carpas que nadie sabe si están ocupadas. Por primera vez, llegan los bomberos a La Jungla, rodeados de policías.

En la entrada de La Jungla está intacto el graffiti de Bansky, el artista británico. Se ve a Steve Jobs con su computador­a Mac. Un símbolo, porque él era un refugiado sirio. A su lado, los números de una realidad por la que Gran Bretaña y su aversión a nuevos inmigrante­s presionó a Francia para terminar con el campo de refugiados: “Población: 8143. Chicos: 1496. Menores no acompañado­s: 1921”. “London calling”, dice Bansky. Teléfono ocupado. Hasta la próxima Jungla.

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AP Llamas. Decenas de refugiados se reúnen alrededor del fuego en “La Jungla”, en medio del lento y pacífico operativo de desalojo del campo cercano al Canal de La Mancha.

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