Esos papeles que guardan nuestros días
Guardamos papeles como si fuesen amarras que nos atan al muelle
de la vida. Un papel, cualquiera, es una certeza, una idea, una forma de la verdad. Los acumulamos hasta que
amarillean y perfuman, con su aliento ocre, bibliotecas, cajones, recuerdos, otros mundos, otros ámbitos. Son parte de aquellas pequeñas cosas que cantaba Serrat. Nos devuelven el pasado, nos hablan del futuro, nos susurran con el pasar de páginas, una canción de cuna que cantaron otras madres, hace ya miles de años.
Juntar papeles es una pasión inexplicable, como muchas otras, que amenaza con hundirnos por su peso específico, nunca por su conte
nido esencial. Por el papel sabemos donde reposa el polvo de nuestros antepasados; en papel está la prueba burocrática de que en efecto nacimos; en papel están nuestras primeras letras, las primeras cartas de amor, las últimas; el garabato que borro-
neó el hijo a borbotones, cuando lo
creímos Van Gogh: los papeles nos cuidan, nos hablan, nos envuelven, nos aroman con el alma del árbol que alguna vez fueron, son constantes, ávidos, fieles; ordenados por nuestra obsesión, caóticos por nuestro descuido, siempre nos llaman cuando saben que los necesitamos, ¿cómo hacen?, ¿cómo saben?
Encuadernados en libros, tapiados por carpetas, apresados en cajas, encerrados en secreto, acunados en sobres, sueltos como el viento, los papeles que guardamos son esa botella al mar que acaso nos rescate cuando ya no estemos. Son ellos
quienes nos harán volver. No crean que el mundo es un pañuelo. No, el mundo es un papel.