Clarín

A los ocho años, mi papá escapó de China. Setenta años después viajé a conocer su casa y a saber quién soy

Identidad. Es hijo de un cantonés que se radicó en la Argentina y formó familia. Luego, sin embargo, volvió con los suyos que vivían en Chinatown, Nueva York. El autor estuvo con ellos un tiempo pero no se adaptó.

- Gustavo Ng

Una persona puede pasar gran parte de su vida tratando de responder una pregunta. En mi primer día de clases, al pasar lista, la maestra me llamó a su lado, me señaló con el dedo mi apellido escrito en una planilla y me preguntó “¿Qué significa esto?”.

Poniéndome el mundo patas arriba (se suponía que eran las maestras las que sabían y no las que preguntaba­n), aquella mujer pronunció la pregunta que se me aparecía todo el tiempo, cuando observaba los cuadros bordados en mi casa, los caracteres en los libros de mi papá, cuando lo estudiaba a él, cuando lo escuchaba hablar con otros chinos. Adonde me presentara, en un picadito en la plaza o en la casa de un amigo, me llamaban inmediatam­ente “Chino”, y yo no sabía qué significab­a ser chino.

He pasado gran parte de mi vida descifrand­o mi apellido, que es la chinidad misma. Aprendí que hay preguntas que son como pozos que nunca se llenan. Sin embargo, en el empeño por completarl­o, uno acaba construyen­do algo. Un saber, una idea, una profesión, una vida. Uno acaba construyén­dose.

1944, Taishan, provincia de Guangdong, sur de China. Tres nenitos lloran aferrados unos a otros dentro de una casa. Temen que los encuentren los soldados japoneses. Uno de los tres es Ng Ping-Yip, quien se convertirá en mi padre. Los arrozales alrededor de la casa arden de un verde nuevo bajo el sol.

Los tres chicos acabarán algunos años después en Hong Kong, como decenas de miles, cuando sus padres decidan abandonar China en desacuerdo con el movimiento que instauró la República Popular.

El destino buscado de aquel éxodo anticomuni­sta no era, sin embargo, Hong Kong, sino América, más precisamen­te, Norteaméri­ca.

Todos los Ng terminaría­n en Nueva York. El camino de mi padre, que fue el primero en salir, incluyó una escala en Argentina. Una escala de 18 años, en la que se hizo argentino, trabajó, tuvo amigos, una esposa, hijos.

Llegó a San Nicolás, a orillas del Paraná en 1954, luego de tres meses en un barco que le dio media vuelta al mundo. Era como un viaje interplane­tario, en aquella época, y él tenía apenas 17 años. Era un chinito corajudo. Pero no viajaba solo: venía con un contingent­e de técnicos que tenían la misión de montar Estela, una fábrica textil, inversión de la compañía Nanyang en una Argentina con intención industrial.

Ng Ping-Yip encarnó la velocidad de adaptación de los cantoneses, aprendiend­o español en el barco y haciéndose amigo de los nicoleños, que lo invitaban a navegar, a jugar al tenis, a cazar y a aquellos picnics de rock and roll, gomina y anteojos negros. Al final del contrato de trabajo, muchos de los chinos regresaron a Hong Kong o siguieron rumbo a Estados Unidos, pero él estaba felizmente aclimatado a la Argentina y haciendo planes con una novia nativa.

Fue adoptado bondadosam­ente por la familia interminab­le de Celia Lorenzo, en que la sangre vasca se mezclaba con la gallega y la turinesa. Ella era una entre quince hermanos y más de medio centenar de primos, que terminaron de convertir a Ng Ping-Yip en un nicoleño como cualquier otro. El nombre PingYip derivó en Pinki, y así quedó. Organizaba las Navidades multitudin­arias (como aquella en que el Papá Noel se emborrachó antes de salir a escena y Pinki tuvo que reanimarlo con un brebaje que desde entonces fue conocido como el “té chino para los curdas”) y alquilaba un colectivo para que la familia viajara al casamiento o el cumpleaños de algún pariente. Tomaba mate con su suegra, era el fotógrafo de la familia e iba a pescar con sus cuñados.

De aquella vida surgimos en la década del 60, dos hijos, mi hermana Anita y yo. Nos criamos sabiéndolo todo de la familia materna y nada del lado chino. Mi madre me daba a leer las cartas que mi tatarabuel­a Joaquina Alastuey le mandaba a su hija, mi bisabuela Rosa Orduna por la época en que Sarmiento era capitán y a los diez años me afanaba en un árbol genealógic­o que requería una cartulina para que entraran todos los nombres. Mi parte china, en tanto, permanecía en el misterio.

A principio de los 70, cuando recién empezaba a llegar a Argentina la verdadera inmigració­n china, Pinki fue con su esposa e hijos a reunirse con sus padres y hermanos al Chinatown de Nueva York. Conocí a mis abuelos y tíos, la multitud china en las calles, los restaurant­es iguales a los de Guangdong, percibí los olores que sólo volvería a sentir en China.

Aprendí entonces, el juego de las cajas chinas: al abrir una caja, en su interior hay res--

puestas, pero también nuevas preguntas y una nueva caja que guarda las nuevas respuestas. Dentro de la segunda caja hay, efectivame­nte algunas respuestas, más preguntas y otra caja, y así sucesivame­nte. Cada respuesta a mi pregunta sobre el ser chino resultaba en nuevas preguntas. Estaba finalmente en la casa de mis abuelos, pero tenían tres armarios que siempre estaban cerrados. Cuando desobedecí y los abrí, encontré una cantidad infinita de cajas y frascos, que atesoraban sustancias misteriosa­s. Con el tiempo y con mi curiosidad indeclinab­le, fui sabiendo que aquello eran frutas en agua, trozos de cuero de un animal, raíces, hongos, masas secas... Eran ingredient­es que mi abuela usaba para cocinar. Pero ¿de qué animal era el cue

ro? ¿qué frutas eran? ¿cómo los procesaba? Un tío abuelo viejito nos llevaba a un sótano donde otros cientos de viejos jugaban a un extraño juego. Aprendí que se llamaba

mahjong y que era parecido al dominó, pero ¿qué lugar era ese? ¿Todas aquellas personas eran parte de nuestra familia?

Me pasé años abriendo cajas chinas. Quizás acepté ese juego como un destino, y así estudié periodismo, que me profesiona­lizó como

preguntado­r, y antropolog­ía, que me ofreció recursos para inquirir y pensar en el hecho del origen.

En Nueva York mi padre encontró la patria china de la que había andado huérfano. Recuperó a sus hermanos, sus padres, sus cantoneses que hacían de Chinatown un territorio chino, fuera de los Estados Unidos. Volvió a su idioma, a sus olores, a su comida, a su manera de pensar. Entró en su rebaño, donde tenía la libertad y el alivio de ser uno más. A mí la vida se me partió del todo, porque no tenía lugar allí. El cariño con que los Ng nos recibieron a los argentinos era incondicio­nal, pero en aquel momento la incomunica­ción fue un foso que no pudimos saltar. Los seis años que pasamos en Nueva York me quedé en la vereda de enfrente de Chinatown. Luego vinieron las peleas de un padre con su hijo adolescent­e que se rebelaba contra todo, y más tarde, cuando ya estuve fuera de Estados Unidos, apareció el bloqueo infranquea­ble del Consulado norteameri­cano, que me negaba la visa.

La vida me llevó lejos de mi padre y su mundo chino restableci­do en Nueva York, donde se quedaría para siempre. Estuve veinte años sin verlo, a lo largo de los cuales en largas y luego en encendidas conversaci­ones por teléfono yo lo hostigaba reprochánd­ole que hubiera elegido su pertenenci­a china antes que la familia que había creado. Fue una discusión pausada, larga como una vida. Años y años sin vernos. Trabajé como periodista en Buenos Aires, Río de Janeiro, Bariloche, San Nicolás, Lima y La Habana. Me casé, hice mi propia familia, tuve mis hijos.

Pero nunca se deja el padre atrás para siempre. Uno puede alejarse, pero el padre vuelve. Vuelve la necesidad de decirle algunas cosas que quedaron pendientes, vuelve la necesidad de preguntarl­e por qué esto, o por qué aquello. Ya cuarentón, en Buenos Aires hallé a Lo

Yuao, uno de los viejos camaradas chinos de mi padre. Como ese relato de Alejandro Dolina en que las personas se pierden para toda la vida en Parque Chas, él se había perdido en Argentina. Vivía de tomar fotos de firmas pa- ra un perito calígrafo, en un departamen­tito del barrio de Tribunales, donde apenas cabían él y sus pinturas. Se había hecho pintor de pintura china clásica, aquí, en las antípodas de China.

Lo Yuao fue la reconexión con mi padre. El escritor sinófilo Camilo Sánchez se apasionó con aquel viejito, y él le retribuyó, y los tres acabamos en el disparatad­o proyecto de editar un libro que registrara el proceso de traducción que haríamos juntos del Tao Te King, un texto clásico chino. Lo Yuao murió antes de que pudiéramos terminar, pero nos heredó la necesidad de hacer algo con nuestro interés por la cultura china, una vocación estética y filosófica por parte de Camilo, y de mi parte, el meollo de la pregunta por mi chinidad.

Entonces giré mi vida profesiona­l hacia China. Hice una revista, una obra de teatro, libros, y empecé a volverme referente.

Finalmente, a los 52 años conseguí viajar a China por primera vez. Fue como explorar un océano zambullénd­ome en el punto más hondo. Anduve durante dos meses, sin manejar bien el idioma, con una cantidad exigua de dinero, por más de 10.000 kilómetros en tren, atravesand­o ciudades, montañas, desiertos, campos cultivados, ríos, aldeas. Recorrí nueve provincias y 19 ciudades, dormí en hoteles, hostels y casas de amigos eventuales, probé todos los platos que encontré, me hice amigo de muchas personas en los viajes en tren de hasta 32 horas, en los pubs, en los museos, en las plazas. Me metí en cada rincón que encontré. Y descubrí que cada rincón era una caja china.

Fui a Hong Kong, de donde mi padre había salido 60 años atrás. Luego me metí en el interior de la provincia de Guangdong, y llegué hasta Taishan, y en Taishan encontré aquella casa donde mi padre, cuando era un gurrumín de ocho años, se escondió de los soldados japoneses con otros dos chinitos aterrados.

Había llamado a mi padre por teléfono y le había contado del viaje. No se entusiasmó. Yo hubiera querido decirle que lo estaba haciendo porque lo quería, pero no nos decimos esas cosas. “Ya no queda nada, ni hay nadie para recibirte. Estamos todos en Nueva York”.

Sin embargo, con el pasar de los días, consiguió que la hija de un amigo me recibiera, me mostrara el pueblo y me abriera la casa.

Era la casa de su abuelo. Estaba intacta y vacía, pero en varios lugares había pequeños altares, con imágenes rojas y doradas e inciensos, en honor de nuestros ancestros. Mi anfitriona dispuso una mesa con diferentes comestible­s para que hiciéramos una comida ritual, me enseñó a reverencia­r cada altar, me dio palitos de incienso para que colocara y me hizo quemar papeles que simbolizab­an dinero.

Todo alrededor, el verde claro del arrozal brillaba encendido como un campo de luz.

En un camino por la montaña vi cinco tumbas antiguas. Estaban sueltas, en un lugar desde el que se podía ver cómo se extendía un prado, y más allá el mar. Se me ocurrió que mis antepasado­s debían estar enterrados en algún lugar como aquel. Otro día, en una aldea apenas habitada, vi a un viejo y me sorprendió casi hasta asustarme su parecido con mi abuelo Ng Iuko. Ese mismo día, en otra villa que parecía estar extinguién­dose desde hace miles de años, viví el irreal momento de encontrar, allí en el otro lado del mundo, allí donde todo era misterio que abre a otros misterios, a un hombre igual a mí. Me sentí en una realidad paralela. El hombre tenía mi edad, mi cuerpo, mi pelo, mi color de piel, mi misma mirada. Supe que si mi abuelo no hubiera sacado a su familia de China, yo tal vez viviría la vida de ese hombre. Yo sería ese hombre. Sería chino.

Meses después fui a Nueva York a reencontra­rme con mi padre. Estaba en el negocio que tiene en Chinatown. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto dos días atrás, como si las décadas de ausencia no hubieran pasado. Encendí mi computador­a y me puse a mostrarle las fotos de aquella casa.

Estuve veinte años sin ver a mi papá. En largas conversaci­ones por teléfono yo lo hostigaba reprochánd­ole que hubiera elegido su pertenenci­a china antes que la familia que había creado.

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Taishan. Gustavo en una ceremonia en honor de sus ancestros en la antigua casa familiar.
 ??  ?? En San Nicolás. Celia, la mamá, Gustavo y su hermana Ana Luisa y Ng Ping-Yip, el papá.
En San Nicolás. Celia, la mamá, Gustavo y su hermana Ana Luisa y Ng Ping-Yip, el papá.
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EMILIANA MIGUELEZ Búsqueda. Al autor le cuesta entender la cultura china: dentro de una caja -dice- aparece otra. Siempre hay preguntas.

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