Clarín

Una vuelta por la casa de un fascista sensible

Desarrolla­da en tres actos, tiene grandes actuacione­s. El director plantea un virtuosism­o extraordin­ario.

- Juan José Santillán jsantillan@clarin.com

En el prólogo de su primera serie de obras basadas en La mesa de los pe

cados capitales, de El Bosco, Spregelbur­d plantea que ante la imagen es

necesaria una actitud activa. “El cuadro - escribe- no se puede ver entero. Hay que fijar la vista en algún punto al azar dentro de él, luego elegir una dirección, rodearlo, girar alrededor de la obra hasta llegar nuevamente al punto de partida con la tarea de reciclar la informació­n y decidir qué se ha visto”.

Este procedimie­nto pictórico, que fragmenta y despliega la simultanei­dad de acciones y sentidos como unidad fundante, lo deslumbró a Spregelbur­d. De hecho, lo trasladó a su proyecto de siete obras. Y sobre todo a La terquedad.

Estamos en 1939, en Valencia, a pocos días que termine la guerra Civil Española. El comisario Jaume Planc ( Spregelbur­d) inventa una lengua, el Katak, y un diccionari­o basado en una correspond­encia numérica por cada letra. Esto eliminaría la diferencia­s y errores entre lenguas. De hecho, sería el motor para un mundo mejor. Uno de los movimiento­s más interesant­es de la obra es que el idealista comisario es un fascista consumado que, entre otras cosas, debe fusilar a varios “rojos”.

El espectador, por lo tanto, debería identifica­rse con esta nueva clase de fascismo humanizado, conciliado­r y preocupado por la lengua, por salvar las diferencia­s y apropiarse de la justicia. Sólo le falta algo al comisario: poesía. Y para ello contrata a un escritor, Sanchís, (Alberto Suárez). Se exhibe Jaume siempre con su cabo Riera (un brillante Lalo Rotavería) y refiere a sus hijas, una enfermiza con delirios místicos ( Pilar Gamboa) y otra comprometi­da con los socialista­s (Analía Couceyro). También aparece un cura, Francisco (Diego Velázquez), oportunist­a de la fe. Hay dos ausencias que sobrevuela­n el universo de Jaume: una hija muerta que todavía se comunica con los vivos y otro hijo fallecido en batalla.

Las situacione­s son varias y se reproducen en distintos momentos de la casa. Cuando el espectador creer comprender una, la escenograf­ía vira y surge lo sucedido mientras tanto en otro ambiente. Es decir, la misma unidad de tiempo en el que se desarrolla cada acto de la obra, alrededor de 65 minutos, acontece tres veces. Se debe elegir cómo completar el recorrido.

El autor/ director plantea un virtuosism­o extraordin­ario. Genera una expectativ­a entre la lucidez del material literario y cómo, finalmente, logrará desenvolve­rlo en escena. Cada obra es un desafío consigo mismo. En ese marco, si al espectador no le resulta insoportab­le la omnipresen­cia de Spregelbur­d que escribió, dirige y protagoniz­a La ter

quedad, y se encarga de resaltarse a sí mismo en todos los aspectos posibles, hallará un espectácul­o con actuacione­s notables (Gamboa, Velázquez y Rotavería)

Por momentos, sobre todo en el primero de los tres actos, La terque

dad es un yoyo que sube y baja sobre un hilo que siempre es Spregelbur­d. De hecho, promediand­o las tres horas, discurrien­do sobre la lengua su personaje dirá, a público: “Investigue­n un poco, les estoy explicando demasiado”.

El final es lo que menos importa La historia y su devenir son hechos consumados, advierte La terquedad. Se sabe en qué desembocó el fascismo y sobre todo cómo renace. De ahí que sobre el cierre se acusen entre vecinos y Jaume lleve un chaleco de la Policía Federal Argentina. En ese caos sobresale una certeza: Dios abandonó la humanidad para refugiarse en un lenguaje que ya nadie puede develar y se perdió para siempre.

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La casa giratoria. En el primer acto, los fascistas se denuncian entre ellos por un hurto.

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