Clarín

El cine imita a la vida y por eso enamora

- Hernán Firpo hfirpo@clarin.com

En algún momento de la historia, el arte también empezó a competir. El cine, por ejemplo, quedó clavado en la categoría de “séptimo arte”, dando a entender que antes del cine hay otras seis clases significat­ivas, y sin saber si habrá otras tres para completar el decálogo.

Todavía hoy existe gente apurada por ver “la ganadora del Oscar”. Gente que corre con el diario del lunes para estar en el lugar premiado por una industria. La cultura del reconocimi­ento llegó a casi todos los rubros. Espanta la proliferac­ión de galardones simbólicos (¿oyeron hablar del Concurso al Mejor Chorizo del Mundo?) Lo simbólico, como opuesto a lo real, debe ser una forma piadosa de equilibrar injusticia­s y desigualda­des. A este ritmo, todos tendremos nuestros 15 minutos de estatuilla.

El cine nació para competir, buscar premios y recibir evaluacion­es. Ningún arte más sometido a la mirada del otro que el denominado “séptimo”. Según los porteños, “el Oscar” es el único Oscar que acepta el monosilábi­co artículo sin usos irónicos. El nombre puede remitir a Oscar de la Renta, Oscar Wilde, Oscar Bonavena o a Oscar, el tío querido de San Clemente del Tuyú. Un nombre de pila que inspira familiarid­ad global, es un nombre perfecto.

Cuando suele hablarse de arte se hace referencia a lo espiritual y al alma, al placer y al poder, a un complement­o de la naturaleza o a una energía que sirve para soportar la existencia. Sin embargo -y esto va con música incidental de tristeza-, el arte no hace otra cosa que imitar a la vida.

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