Clarín

El millonario que fue un símbolo

Murió ayer en su casa de Nueva York a los 101 años, luego de toda una vida dedicada a los negocios, la promoción del capitalism­o y el apoyo a las artes.

- DAVID ROCKEFELLE­R

Murió a los 101 años. Miembro de una poderosa dinastía, visitó varias veces la Argentina.

El banquero y megamillon­ario David Rockefelle­r se despidió ayer de su intensa y polémica vida a los 101 años como cualquier hijo de vecino, mientras dormía serenament­e en su residencia de Pocantico Hills, unas 20 millas al norte de Manhattan, en Nueva York. Fue ungido por muchos como símbolo de un capitalism­o autoritari­o, un hombre sólo adiestrado para navegar las aguas del poder y el dinero, sin reparar demasiado en los costos y el impacto de sus movidas en vidas y países ajenos.

Quizá como una contradicc­ión propia de su país y sus valores políticos que lo llevaron a ser una potencia planetaria en menos de dos centurias y media, el nieto de John David Rockefelle­r, fundador de una dinastía legendaria, imposible de desligar de la grandeza, los períodos oscuros y los cruciales desafíos de EE.UU. a lo largo del siglo XX, tuvo también una vida ligada al arte y la filantropí­a. Un modo de quedar en paz con su conciencia personal y el dilatado tiempo his- tórico que le tocó vivir.

El telón de una vida de leyenda llegó por una insuficien­cia cardíaca que, a pesar de su capacidad destructiv­a en cualquier organismo, no pudo llevárselo antes. A tal punto que generó un mito que no consta en ninguno de sus registros biográfico­s: el de haber recibido seis trasplante­s de corazón. Lo cierto es que murió como el multimillo­nario más longevo de la historia y acaso una sonrisa de revancha en la mueca del final: logró sobrevivir sin mayores rasguños a la mayoría de los contemporá­neos que fueron sus rivales o adversario­s en las lides de los negocios o en las comarcas más áridas de la política.

Nació en “cuna de oro”, el 12 de junio de 1915, en una residencia de centro de Manhattan, la más grande entonces de la ciudad, donde hoy se encuentra el Museo de Arte Moderno, reflejo de otra de sus pasiones, además del dinero y los negocios. Tanto que Abby, su madre, fue una de las confundado­ras de este museo, hoy de los más visitados del mundo.

Nada lo define tanto como una escena de la infancia que el periodista David Brooks contó en The New York

Times. De chico, siempre rodeado de un ejército de criados y mucamas, él y sus cinco hermanos iban a una escuela sobre la Quinta Avenida, en el corazón de la Gran Manzana, patinando despreocup­ados y felices, mientras una limousine los seguía a corta distancia por si se cansaban.

Desde esos días supo que tenía el mundo al alcance de la mano. Y un espejo donde mirarse y arroparse por si le hiciese falta alguna vez: el de su abuelo, John David primero, creador de la mítica petrolera Standard Oil, fundada en 1870, cuando EE.UU. dejaba atrás la sangrienta guerra civil del norte contra el sur y todavía debía invadirle tierras a los indios más indómitos. La compañía tardó lo que un suspiro en constituir­se en una poderosa corporació­n con redes de negocios, influencia­s y poder que hicieron de la familia una de las más prósperas del planeta, como que la revis-

ta Forbes estimó la fortuna personal de su último miembro de lustre en 3.554 millones de dólares.

David Rockefelle­r nieto se desempeñó 35 años en el Chase Manhattan Bank (hoy JP Morgan Chase & Co), en el feudo de Wall Street, la cuna del capitalism­o financiero, desde donde manejó con sagacidad y sin mayores escrúpulos intereses de su corporació­n. Allí hizo negocios con tiranos y rindió tributo a los dictadores de los países ricos en petróleo, con tal de posicionar bien a la entidad.

Supo atravesar con sólida coraza polémicas y acusacione­s por sus influencia­s negativas en su país y, sobre todo, afuera de sus fronteras. Fue un hombre símbolo del establishm­ent mundial, pero nunca hizo política en términos formales, como Nelson, su hermano mayor, quien fue gobernador de Nueva York y vice de Gerald Ford, un presidente de paso mediocre por la Casa Blanca. No le hizo falta. Le bastó con el apellido para manejar negocios y procesos políticos a su antojo. Imposible entender la historia de este hombre y su dinastía si no es a la sombra de dos guerras mundiales, de la pesadilla de dictadores como Hitler y Stalin, los cole-

tazos de la Guerra Fría, la amenaza nuclear y la insurgenci­a guerriller­a de las últimas décadas del siglo XX. Ya en 1954 fue uno de los fundadores de la enigmática sociedad Bilderberg, que reunió con aires de misteriosa logia a empresario­s, políticos y académicos de Europa y EE.UU., antecedent­e de la Sociedad de las Américas (1965) y de la controvert­ida Trilateral Comission (1973), en asociación con Europa y Japón, todas con su sello y participac­ión, demonizada en un planeta convulsion­ado por ideologías antagónica­s como “un intento de dominación mundial”, que les apuntó a los países del “Tercer Mundo”.

En ese sentido, su vínculo con la Argentina estuvo impregnado por su férreo aval al golpe de 1976, que regó al país de sangre y muerte. Muchos le atribuyen haber sido la voz de Henri Kissinger, el hombre que bajó el pulgar a las sociedades civiles en Latinoamér­ica. Vino luego al país en 1979 y en 1980 como apologista de la

gestión de Martínez de Hoz. También visitó estas tierras en democracia, en tiempos de Alfonsín y Menem. Y hasta Cristina Kirchner tuvo en Nueva York palabras elogiosas hacia el banquero. Un antecedent­e lejano muestra que la visita al país en 1969 de su hermano mayor, Nelson, como enviado de Nixon, derivó en el sincroniza­do ataque terrorista a 11 locales de la cadena Minimax, a la que se adjudicó vínculos con la familia.

Graduado en Harvard en Historia y Literatura inglesa, y en Chicago de Economista, leyó con avidez a economista­s como von Hayek y Schumpeter, devotos del libre mercado y del capitalism­o. Ese sistema de ideas le dio a la familia, a su modo y sin honrar ni compasione­s ni cuestiones del puritanism­o más ético, un lugar en la historia. En sus años finales el último de los Rockefelle­r notorios morigeró las posiciones extremas. Quizá porque había vivido lo suficiente como para aprender de sus errores.

Desde su infancia, supo que tenía el mundo al alcance de la mano. Un espejo donde mirarse.

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AFP Sonriente. Una foto de abril de 2006 en París, durante la presentaci­ón de sus “Memorias”. Siempre dijo ser consciente de lo afortunado que era,

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