No es ampliar la imputabilidad, sino cambiar el sistema penal
Como viene sucediendo desde hace más de 30 años, por razones que resultan siempre un misterio, sólo algunos delitos graves al azar, real o presuntamente cometidos por adolescentes que no han cumplido los 16 años, disparan un intenso, confuso y esporádico debate en los medios. No es el caso de los mayores de 16 años que, por imputables según el decreto de la dictadura 22.278, son tratados como adultos. Doce sentencias de reclusión perpetua, que han provocado la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y penas elevadísimas que continúan hasta hoy, explican la ausencia de alarma social por esta franja etaria.
Paradójicamente, el debate fuerte lo provocan los “inimputables” menores de 16 años que, a pesar de que normativamente no pueden ser procesados como los adultos, en los hechos y selectivamente son tratados mucho
peor. Al fin de cuentas, resultan el único colectivo de seres humanos privados de libertad
sin imputación y sin debido proceso en la República Argentina. Un número vago pero que gira en torno a los 400 se encuentra hoy efec- tivamente privado de libertad y cada vez más vergonzantemente escondidos por las autoridades responsables.
Si en los mayores de 16 años el problema real se encuentra en la barbarie de las penas que nos han llevado a ser el país más atrasado y más brutal en toda América latina, en los menores de 16 el problema es la privación de libertad sin debido proceso. Es por estas razones que necesitamos un sistema penal juvenil entre los 14 y 18 años. Un sistema con las
garantías del debido proceso tal como lo dispone la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Con una estrategia que ha garantizado el
inmovilismo, grupos que se autoperciben como progresistas, generalmente nostálgicos de la “década ganada”, han etiquetado y denunciado como “baja de edad de la imputabilidad” cualquier intento serio de aprobar un verdadero régimen penal juvenil. Esta es la suerte que corrió un proyecto aprobado por unanimidad en el Senado de la Nación, en diciembre de 2009, y posteriormente destrozado en Diputados.
Las tentaciones de “atajos innovadores” es- tán a la orden del día y más fuertes que nunca. Todo lo abandonado en la región por injusto o
por inútil (o por ambas cosas) se nos aparece como opción preferencial y sobre todo como panacea en estos días. No el trabajo paciente y continuado, sino la fórmula mágica. Los elementos para la construcción de un
Frankenstein penal juvenil es lo único que se filtra como trascendido de las nebulosas propuestas del Ejecutivo conocidas hasta este momento. Una vuelta a la vieja teoría del discernimiento, dejando en profesionales no jurídicos la decisión de la imputabilidad o la utilización selectiva de algunos tipos penales para declararlos imputables, sin renunciar a la privación de libertad sin debido proceso como forma de “protección” para los “inimputables”.
El contexto de la profunda crisis actual de la seguridad y la pretensión de establecer consensos por aclamación, justamente allí donde nuestra Constitución los prohíbe, auguran el único resultado que parecía hasta hace poco imposible: empeorar la ya caótica situación preexistente.
¿Podrá el Congreso bajo estas condiciones constituirse en un filtro de racionalidad?