La alegría de compartir los grandes festejos
Amo los rituales compartidos, esas celebraciones universales a las que apenas las diferencias de algunos husos horarios separan en el momento del festejo. Las amo porque tienen la inconmensurable virtud de unir voluntades, ánimos y sentires en pos de un deseo común, en un tiempo apenas diferido.
Es, por un momento, como si el mundo todo hiciera una pausa en su frenesí y sus antagonismos cotidianos, en la carrera desenfrenada que todos llevamos adelante, a veces sin saber cuál es el destino, en otras decididamente a ninguna parte, para congregarnos en un objetivo común. Daría la impresión en esas ocasiones -tal vez sólo sea eso, apenas una impresión, pero me gusta pensarlo de este modo, así que, por favor, se ruega no echar por tierra esta ilusión- de que el mundo se torna más amable, bañado por una dosis de urbanidad. Y es así como nos encontramos deseando Fe- lices Pascuas, o su equivalente según el credo de cada quien, muy buen Día del Padre o de la Madre, una muy feliz Navidad o un excelente Año Nuevo a perfectos desconocidos con quienes nos cruzamos en un ascensor, al bajar de un taxi, o después de pasar por la caja del supermercado. Y no sé a ustedes, pero por lo menos a mí, la sola manifestación de ese augurio- en general recíproco, hay que admitir- me produce una inmediata sensación de confort, como si el alma fuera arropada con una manta cálida y enorme.
Ilusoriamente, como quedó dicho, estos actos pequeños y efímeros me hacen pensar que todavía hay oportunidad de hacer de este planeta, nuestra casa común, un lugar más amigable y bastante más humano.