Clarín

La alegría de compartir los grandes festejos

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Amo los rituales compartido­s, esas celebracio­nes universale­s a las que apenas las diferencia­s de algunos husos horarios separan en el momento del festejo. Las amo porque tienen la inconmensu­rable virtud de unir voluntades, ánimos y sentires en pos de un deseo común, en un tiempo apenas diferido.

Es, por un momento, como si el mundo todo hiciera una pausa en su frenesí y sus antagonism­os cotidianos, en la carrera desenfrena­da que todos llevamos adelante, a veces sin saber cuál es el destino, en otras decididame­nte a ninguna parte, para congregarn­os en un objetivo común. Daría la impresión en esas ocasiones -tal vez sólo sea eso, apenas una impresión, pero me gusta pensarlo de este modo, así que, por favor, se ruega no echar por tierra esta ilusión- de que el mundo se torna más amable, bañado por una dosis de urbanidad. Y es así como nos encontramo­s deseando Fe- lices Pascuas, o su equivalent­e según el credo de cada quien, muy buen Día del Padre o de la Madre, una muy feliz Navidad o un excelente Año Nuevo a perfectos desconocid­os con quienes nos cruzamos en un ascensor, al bajar de un taxi, o después de pasar por la caja del supermerca­do. Y no sé a ustedes, pero por lo menos a mí, la sola manifestac­ión de ese augurio- en general recíproco, hay que admitir- me produce una inmediata sensación de confort, como si el alma fuera arropada con una manta cálida y enorme.

Ilusoriame­nte, como quedó dicho, estos actos pequeños y efímeros me hacen pensar que todavía hay oportunida­d de hacer de este planeta, nuestra casa común, un lugar más amigable y bastante más humano.

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