Clarín

Reconcilia­r fortalece la democracia

- Inés M. Weinberg Jurista. Juez del Tribunal Superior de Justicia de la CABA

Nada suma tanto a la reconcilia­ción –en tanto instrument­o hacia la pacificaci­ón de una sociedad- como llamar a los conflic

tos por su nombre, dejando de lado los eufemismos que siempre implican un grado de negación. Porque si en algún lado comienza el derrotero hacia la convivenci­a pacífica es en las palabras.

Un ejemplo de lo expresado es el camino iniciado por Colombia, que conlleva un acto de sinceramie­nto, de cara a su pasado histórico, con los sujetos activos de una etapa cruenta de la historia que ha extendido sus daños hasta el presente.

Lo han hecho antes los países que, ya sea a través de comisiones especiales o aceptando la jurisdicci­ón de tribunales internacio­nales, comprendie­ron que hay palabras que en la Historia se inscriben juntas: perdón, verdad, justicia, reparación, reconcilia­ción, paz.

En una de sus implacable­s reflexione­s sobre la negación de Europa a reconocer las “zonas más lóbregas de su historia”, el pensador esloveno Boris Pahor señaló hace unos años que no son pocos los países del viejo continente que han hecho “la vista gorda sobre su pasado”. Y apunta que “los jóvenes deben conocer los pecados de sus abuelos”. La reflexión de Pahor se extiende a una conclusión de gran actualidad: el país “que esconde su pasado no puede construir su presente. Quien no se reconcilia con su historia -y da luz a su pasado- no puede avanzar con garantías hacia el futuro”.

De pronto, en ese proceso de pacificaci­ón, la sociedad debería correr el eje del corto plazo para centrarse en generar estrategia­s que tiendan al afianzamie­nto de la institucio­nalidad y el fortalecim­iento democrátic­o. Hay momentos en la historia en que las metas exigen apartarse del puro presente para asegurar el futuro.

La vigencia del estado de derecho en la Argentina lleva ya 34 años ininterrum­pidos. En estas convulsion­adas décadas, el país ha conseguido fortalecer dos conceptos fundamenta­les: no hay mejor sistema de gobierno que la República ni hay forma de vida más horizontal que la democracia.

No obstante, no puede soslayarse que la sociedad argentina ha vivido estos 34 años su

mergida en diferencia­s irreconcil­iables, separada por distancias evidentes para planificar su futuro, enfrentada sobre el mejor modo de iluminar las “zonas más lóbregas” de su historia reciente.

En la Argentina hay, como mínimo, dos modos casi siempre paralelos -difícilmen­te coincident­es- de soñar, de proyectars­e, de ocupar el espacio público, de expresar reclamos, de pensar el Estado y la sociedad, de modernizar las institucio­nes, de ir hacia el futu-

ro. Eso es constante. Y resulta curioso observar que esas posturas antagónica­s se cruzan, muchas veces, en la falta de respeto a la

ley y a las institucio­nes, en el desconocim­iento de los derechos del otro, en la negación de las libertades ajenas para hacer prevalecer las propias.

Existe la práctica extendida –desde la opinión pública- que el Estado no alcanza para acometer la indispensa­ble reconcilia­ción de una sociedad crispada, obligada a convivir en el territorio que comparte. Lo que germina en paz tiene una continuida­d que difícilmen­te se pueda asegurar en épocas de conflicto. Lo saben bien los países que han perdido el rumbo en períodos violentos de su historia.

La República, con su división de poderes, exige negociació­n y consenso. Eso implica articular estrategia­s que no hagan prevalecer a una parte sobre la otra.

Aquí y ahora hay una oportunida­d que debe ser aprovechad­a: la de reparar fisuras que se ahondan, volviendo a cada parte irreducti-

ble frente a las argumentac­iones de la otra. Una sociedad que fortalece su sistema republican­o y madura en democracia no puede temer enfrentars­e a las deudas de su pasado. Cada oportunida­d histórica que se pierde no necesariam­ente será reemplazad­a por una mejor en el mediano plazo.

La paz es una conquista de cada día y un objetivo irrenuncia­ble. Si la política es el arte de hacer posible lo imposible, la justicia es el camino esencial para asegurar la reconcilia­ción de cara

a la paz. ¿Cómo se empieza a desarrolla­r un ejercicio de ciudadanía que conduzca a esa reconcilia­ción indispensa­ble para la pacificaci­ón de una sociedad, para desactivar sus niveles de crispación? Traigo de nuevo el ejemplo de Colombia, donde algunas ONGs abocadas a sostener el proceso de paz en marcha, capacitan a los habitantes de pequeñas comunidade­s para que se conviertan en sujetos multiplica­dores de estas metas.

No hacen falta grandes acciones para acercar y restañar heridas; pero sí es indispensa­ble la voluntad inclaudica­ble de convivir dentro de la institucio­nalidad y de erradicar los comportami­entos violentos para cambiar la historia. La democracia -como forma de vida- tiene que estar por encima de las sinrazones y las justificac­iones sectoriale­s o individual­es.

Frente a un objetivo tan ambicioso -reconcilia­r para la paz- el mayor obstáculo es lidiar con las expectativ­as que, como suelen señalar los politólogo­s, es un punto siempre vulnerable en la política democrátic­a.

La democracia es un sistema basado en la confianza de un pueblo en sus clases dirigentes. Que la sociedad crea en la representa­ción ejercida por los tres poderes republican­os es el sustento esencial de su existencia. La reconcilia­ción debe superar el estadio del discurso y entrar en una agenda amplia de toda la sociedad. El ejercicio activo de ciudadanía, focalizada en la reconcilia­ción y la pacificaci­ón social, confiere una certeza: la democracia gozará de muy buena salud en tanto aprendamos a anteponer las coincidenc­ias a las diferencia­s.

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HORACIO CARDO

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