Clarín

Sindicalis­mo, pasado y futuro

- Juan Manuel Casella Ex ministro de Trabajo de la Nación

El modelo sindical argentino, impuesto desde el poder en los 40, nació vertical, excluyente y dependient­e del Estado. Vertical, por su estructura fuertement­e centraliza­da. Excluyente, porque la ley le otorgó el monopolio de la representa­ción laboral. Dependient­e, porque el Ministerio de Trabajo posee la facultad de otorgar la personería gremial y de quitarla, a partir de un mecanismo de interpreta­ción arbitraria que funciona como una amenaza constante de desplazami­ento e irrelevanc­ia.

Ese modelo sindical fue pensado como actor fundamenta­l en la organizaci­ón del pero

nismo: le aseguró penetració­n social, mística igualitari­a, capacidad de movilizaci­ón y hasta financiaci­ón. Más allá de su retórica anticapita­lista, cumplió muy bien la función –concebida por Perón- de blindar a la clase trabajador­a frente a la izquierda. Sus instrument­os básicos fueron el salario y el conflicto. La inflación endémica perjudicó a quienes viven de un ingreso fijo, pero le sirvió al sindicalis­mo porque facilitó negociar siempre a la suba, con la apariencia de mejoría.

En la Argentina de los 50 y 60 funcionaba una industria caracteriz­ada por grandes grupos fabriles con miles de trabajador­es. Estábamos muy

cerca del pleno empleo y el nivel de pobreza oscilaba entre el 5 y el 8 por ciento. En el plano político, operaba un bipartidis­mo im

perfecto en el que el peronismo era claramente mayoritari­o frente a la UCR. El modelo sindical consolidó su

imagen positiva. Más allá de su verticalis­mo y su deformació­n corporativ­a, los trabajador­es sentían que el sindicato les servía como instrument­o defensivo, como garantía de dignidad personal, como ámbito de socializac­ión y pertenenci­a. Las obras sociales afirmaron su vigencia, al compensar las omisiones en que incurría el Estado en salud y generaliza­r beneficios en materia de ocio y recreación. Esa función protectora sirvió para disimular complicida­des monumental­es de

la dirigencia, como su notoria vinculació­n con la derecha reaccionar­ia en el golpe contra Illia.

En los 70, cuando la violencia condicionó nuestra vida, el mundo sindical pagó un precio

enorme. Vandor, Alonso y Rucci fueron los casos más visibles. Pero decenas de dirigentes de base fueron víctimas del terrorismo de Estado, nada más que por prejuicio ideológico, sospecha o delación.

El triunfo de Alfonsín colocó a la CGT en la necesidad de retomar su función de “columna ver

tebral del movimiento”. El rechazo de la ley Mucci abortó una propuesta de cambio indispensa­ble para compatibil­izar el modelo sindical con la república democrátic­a.

Los trece paros generales tuvieron como propósito real devolverle al peronismo su centralida­d política y su potencia electoral.

El menemismo demostró que el compromiso total del movimiento obrero con el peronismo gobernante puede colocar a los trabajador­es en

estado de indefensió­n. La política de apertura, desregulac­ión y privatizac­iones sirvió para desguazar al Estado y desindustr­ializar al país y la mayor parte de la dirigencia sindical consintió, sin rebeldías, ese cambio de paradigma que la llevó de la justicia social al neoliberal­ismo, sin estación intermedia. Allí, la desocupaci­ón pasó a ser un problema

estructura­l. La frase “ramal que para, ramal que se cierra” sintetizó la derrota de “las conquistas obreras”. La ley de Convertibi­lidad, sostenida más allá de los límites impuestos por la razonabili­dad económica, estalló en el 2001, provocando una verdadera catástrofe social.

Desde los 90, el mundo laboral está dividido en tres grandes grupos: los trabajador­es regis

trados, los precarios o “en negro” -sin obra social, sin aportes jubilatori­os, sin protección sindical- y los desocupado­s. El movimiento sin

dical ha perdido representa­tividad y es- tá dividido. Un 30% de nuestra gente vive en la pobreza. El tejido social ha perdido homogeneid­ad y consistenc­ia. El marco político también es otro. El justiciali­smo quedó acorralado entre una secta dominada por nuevos ricos que fingen ser revolucio

narios y un pragmatism­o clientelar que instrument­a la pobreza como proveedora de voto cautivo. La UCR diluyó su identidad, operado por ciertos dirigentes confundido­s que proclaman vocación de poder mientras olvidan los ideales o los canjean por cargos sin influencia que, en algún caso puntual, habilitan una provechosa tarea lobística. Tan grande es la confusión, que algunos identifica­n la renovación con el PRO, partido que ha decidido integrar la internacio­nal conservado­ra.

La velocidad y profundida­d del cambio tecnológic­o diseñan un escenario que hay que asimilar y procesar. La robotizaci­ón, la inteligenc­ia artificial, la economía digital, condiciona­n el mun

do laboral: en la línea de producción, el trabajo humano ya es descartabl­e y ese riesgo también afecta actividade­s menos rutinarias. La respuesta es un cambio cultural: además de salario y condicione­s de trabajo, el sindicato debe priorizar la aplicación de métodos de formación permanente frente al cambio tecnológic­o. La formación permanente tiene que convertirs­e en la nueva conquista obrera.

Ese cambio cultural debe incorporar una nueva concepción del salario, que ya no puede ser la mera contrapres­tación patronal por el tiempo y la energía aplicados al trabajo. Hoy, toda riqueza es un producto colectivo y por eso, el salario debe concebirse como una cuota parte de esa riqueza, a la que todo trabajador tiene derecho por contribuir a su producción. El sindicato debe participar en la elaboració­n de la política de distribuci­ón del ingreso, compatibil­izándola con la inversión y el incremento de la productivi­dad general de la economía.

Así, cubrirá todo el mundo laboral, no sólo el de los trabajador­es en blanco y sindicaliz­ados. Así, cumplirá su imprescind­ible función protectora. Así se renovará: poniendo sus ojos en el futuro, no en el pasado.

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HORACIO CARDO

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