Olores que construyen la memoria
Las tostadas recién hechas. Los tilos florecidos en primavera. La cebolla rehogándose en alguna olla, en algún departamento, que se percibe desde el palier. La tierra húmeda, como huele la lluvia. El sudor ácido y compacto del transporte público en un día de calor. El olor a asado, que dan ganas de comer a cualquier hora. El espresso que sale de la cafetera. El libro nuevo. El celular nuevo. La piel de nuestro bebé. La torta que se está horneando. Las medias sucias. Las sabanas recién puestas. El sexo. La colonia penetrante y antigua de una señora mayor (la profesora, la vecina de enfrente, la tía cargosa que pedía un beso y pinchaba con el bigote). El tabaco. El after
shave del jefe pulcro. La sopa de la abuela. El olor a perro, por más que lo bañes y lo bañes. El humo del caño de escape, que no se sabe si huele o asfixia. El pasto recién cortado. El alcohol, cuando es mucho. La crema sobre la piel. El cabello recién lavado. La albahaca (¿cómo ningún perfumista hizo una eau de
toilette de albahaca?). Los tomates maduros que huelen a verano y a las manos de mamá preparando conserva. El olor sutil que sólo uno percibe en el cuerpo del ser amado. Dicen que el olfato es el más sensual de los sentidos y es a la vez el menos jerarquizado. Si nos preguntaran qué sentido de los cinco aceptaríamos perder, ¿quién saldría a defender en primer lugar a nuestro olfato? Quizás porque nunca lo valorizamos lo suficiente. No entendimos la comprensión del mundo que nos permite tener. Pero, fundamentalmente, no rescatamos su valor como escriba de nuestra memoria. ¿Cuántas historias puede esconder cualquiera de estos comunes olores?