Clarín

Trump en su primera gira, un intento de recomponer equilibrio­s

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

Populista, oportunist­a o ambos, Donald Trump sigue exhibiendo sin pudores una habilidad indudable para decir aquello que quien escucha pretende que se le diga. No importa lo que hubo manifestad­o antes, ni el rigor demoledor del archivo, aún más inclemente para un personaje de la importanci­a de la que se trata.

Trump acaba de exhibir esas habilidade­s, como siempre sin contemplac­iones, en la gira que acaba de concluir y en la que pere

grinó primero por los tres focos de las religiones monoteísta­s, el islam en Arabia Saudita, la judía con Israel y la cristiana en el Vaticano. Y luego, en otro plano un poco menos abstracto, con el encuentro con la OTAN, que antes había igualmente despreciad­o durante su campaña, y el G-7, las naciones industrial­izadas ahora sin Rusia, y que tampoco valoró como alternativ­a para su American First, el lema aislacioni­sta con el que logró llegar a la presidenci­a.

Es interesant­e que estas citas de jueves y viernes, el cierre de su primera gira internacio­nal como mandatario, se hayan realizado en Bruselas, capital más que simbólica de la Unión Europea que el ahora mandamás norteameri­cano había calificado con

enorme desprecio como un agujero de la historia, un agujero del infierno.

Este cronista se reserva señalar la intención más gruesa y prosaica que sugería ese comentario pero conviene tenerlo en cuenta por lo menos como balance y registro histórico. Quizá el extremo más notorio del parloteo a la carte del Presidente haya sucedido el jueves último cuando expresó a los jerarcas de la Unión Europea su preocupaci­ón por los efectos económicos del Brexit.

Es odioso. La voz del magnate era la que aparecía en videos xenófobos que comparaban a la inmigració­n con serpientes durante la campaña que los defensores de la ruptura con Bruselas lanzaron en Gran Bretaña. Y que acabó con ese sorprenden­te divorcio aún en proceso.

Que un líder mundial exhiba semejante frivolidad con su pensamient­o aun el más básico, es preocupant­e. El diario español El

País se entretenía hace unas horas con la retahíla de extraordin­ario, insuperabl­e, enorme con todos sus sinónimos posibles y demás expresione­s vacías que el extravagan­te habitante de la Casa Blanca desparramó a lo largo de esta gira.

Sería convenient­e, sin embargo, no reducir estos discursos acomodados a una cuestión única de teatraliza­ción. En este viaje hubo mucho más que un acting. La estación más importante de la gira fue justamente la primera, en Riad, la capital del reino saudita, y junto a El Cairo, el principal fa

ro del sunnismo islámico. Es cierto, para seguir con las contradicc­iones y el doble discurso, que Trump no tuvo empacho en su

carrera electoral, y después también, al sostener que “el islam odia a EE.UU.” e involucrar­lo con el terrorismo además de sugerir que mucho tuvo que ver la monarquía saudita con los atentados a las Torres en setiembre de

2011. Pero ahora recogió el hilo para remarcar la asociación histórica entre ambos países y el respeto a esa religión: ya no hay más terrorismo islámico, ahora es terrorismo ideológico.

El flamante presidente norteameri­cano habló durante casi media hora a una asamblea

de autócratas y dictadores unidos históricam­ente por el espanto a cualquier cambio o demanda popular que debilite sus sillones autoritari­os. Ese discurso, el domingo pasado, fue comparado con el mensaje que hace ocho años otro recién llegado a la Casa Blanca, Barack Obama, pronunció en la capital egipcia. Pero hay más diferencia­s que la erudición ciceronian­a del demócrata y el provincian­ismo de Trump en esas palabras comunes.

Si Obama habló entonces para intentar reparar las heridas que dos gestiones del republican­o George Bush generaron en el mundo islámico tras su vidriosa guerra antiterror­ista, Trump se ocupó de aclarar con sencillez que la trayectori­a real de la agenda norteameri­cana retoma como enemigo principal a

Irán. Eso dicho en medio de formales expresione­s de repudio contra un terrorismo como el del ISIS, que ha sido alimentado directa o indirectam­ente por gran parte de ese auditorio. Fue el aviso de que Washington se alejaba

del acuerdo internacio­nal plasmado con la potencia persa para desactivar su programa nuclear y que había enfurecido y desorienta­do al socio saudita.

Este giro ocurre porque es un capítulo consistent­e de la geopolític­a de Washington, que se leía ya en los papers previos a las elecciones y enarbolado­s por ambos partidos, republican­os y demócratas. La dimensión mayor de esa estrategia es reducir el potencial de Teherán, e idealmente, como pretende Turquía y rechaza Rusia, fulminar su influencia sobre Siria para cortarle el camino al Mediterrán­eo.

Es tan crucial ese punto, explicado en detalle por figuras como Henry Kissinger, que medios influyente­s como The New York Times y

The Washington Post, que han hecho blanco en Trump y su estabilida­d a partir de los opacos vínculos con Rusia, ahora plantean, con prudencia, alejarse del abismo del impeachmen­t. No haría falta. Trump cumple con las prerrogati­vas. Sucede que EE.UU. no puede debilitar el lazo con la monarquía saudita, más allá de haber resuelto la dependenci­a energética debido al fracking, porque ese espacio seria ocupado inmediatam­ente por la expansiva China.

Obama resolvía esa contradicc­ión con los acuerdos de libre comercio del Pacífico que no incluían y pretendían aislar a Beijing pero que Trump demolió en cuanto subió al poder. Es otro dato del escenario que se viene. Para la nueva adminstrac­ión, China no es un aliado, sino otro adversario a batir fuera de los acuerdos de coyuntura como los que acercan a las dos mayores potencias de la época por la amenaza norcoreana.

No deja de ser asombroso que el republican­o en su mensaje --que habló de conjurar la paz pero con el atajo de una venta de más de cien mil millones de dólares en armas a Arabia Saudita, o el triple en diez años (la mitad del PBI argentino, como dato ilustrativ­o)-, elevó la urgencia de la salida democrátic­a y la libertad de los pueblos como solución para esa paz añorada. Lo hizo ante un conjunto de autócratas que han hecho un rito de despreciar y aplastar por todos los medios posibles la voluntad popular. Y señalando la necesidad de ese destino en Irán, donde más de 70% de sus habitantes acababan de ir a las urnas para reelegir con una enorme aprobación al presidente moderado Hassan Rohani que fue quien pactó con Obama el giro atómico de la teocracia shiita. Ese juego democrátic­o tan concluyent­e, aun con el carácter tutelado que reserva el régimen iraní, debería aconsejar prudencia no solo al presidente norteameri­cano. Pero no hay mucho de eso. La escala siguiente de la gira en Israel sostuvo el mismo principio con algún tono cordial con los palestinos para evitar que la luz verde que esta presidenci­a ha encendido en Oriente Medio se convierta en una exageració­n. El encuentro final con el Papa Francisco en el Vaticano vale poco. El pontífice fue un aliado profundo, intenso, de Obama. Lejos de las críticas que algunas de sus actitudes producen en su país natal, este líder de los católicos aplicó con esmero y habilidad la agenda del ex mandatario en Oriente Medio y en el Caribe entre otros desafíos. Con Trump, es claro, no hay mucho que debatir.

Este giro ocurre porque es un capítulo consistent­e de la geopolític­a de Washington, enarbolado por ambos partidos Sin pudores. Donald Trump, presidente de los EE.UU.

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