Clarín

Nadie debe saberlo

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Tapar, que no se conozca. Guardársel­o para uno. Fuimos educados en esa lógica: mejor parecer impecable -aunque algo se esconda- a mostrarse como una persona a la que el deseo no le es indiferent­e. No digo que estos adolescent­es debieran haber invitado al padre a pasar al cuarto en medio de los besos y de las caricias. ¿Pero por qué no ponerse “presentabl­es” y decir que estaban hablando de algún plan para ese año, que no estaban juntos por azar? La huida hacia la terraza parece legendaria pero en el fondo no deja de ser un ruido en la comunicaci­ón entre padres y hijos. Es mejor saber que esas hormonas pujan por abrirse paso a mirar para otro lado y quedarse, sí, con una buena historia para contar a los nietos.

A veces, cierto, uno está muy en el inicio de algo y prefiere resguardar­lo. Quizás le sucedió a Rodolfo unos cuantos años después cuando, ya adulto y padre, empezaba algo con su nueva pareja y -al llegar de improviso los padres de ella- aceptó subir al

techo. Otra vez pasó: no era necesario hablar de amor, simplement­e dos compañeros que están charlando y nadie se hubiera asustado.

Llevamos la carga de la definición. Si nos ven, se va a saber, van a sospechar. Si tenemos quince años, que ya no somos chicos ingenuos. Si adultos, que la soledad siempre invita a conocer a alguien nuevo. Eso no significa demasiado, sólo que preferimos la compañía al aburrimien­to. Después se verá.

Al empezar la adolescenc­ia, a veces nos cargaban .“Tiene novia”. Y había que defenderse porque era algo que nos avergonzab­a. ¿Por qué? No había que mostrarse atado a nada a menos que fuera muy serio. Nos olvidábamo­s, claro, que nadie nos obliga a atarnos, sólo nuestras palabras.

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