Clarín

El país del dilema motochorro

- Héctor Gambini

La palabra motochorro apareció por primera vez en una nota de Clarín hace 10 años. Un neologismo de raíz lunfarda que nació para describir con simpleza irresistib­le un fenómeno de la insegurida­d urbana bien argentino, porque ladrones en moto hay en todas partes pero los motochorro­s son una marca nacional. Crecieron, se multiplica­ron, se expandiero­n. A tal punto, que la acepción que más utilizamos ahora es en plural. "Motocho

rros" arroja en Google 898.000 resultados, casi el triple que si se busca en singular.

El término se inventó bastante antes de que ocurriera uno de sus crímenes emblema. El del ataque a Carolina Píparo, embarazada de Isidro, quien murió a poco de nacer por el ba- lazo que su madre recibió en la panza cuando

motochorro­s -ya los llamábamos así- la atacaron para robarle la cartera.

La palabra justiciero explotó en los diarios hace 27 años, cuando un ingeniero corrió en su auto a los ladrones que le habían robado el pasacasete, los alcanzó en un semáforo y los mató a tiros. Aunque los medios cambiaron luego la palabra justiciero por la expresión jus

ticia por mano propia, aquel ingeniero Santos aún lleva la marca personal y social de haber cometido un doble crimen para recuperar un objeto que ya no existe.

Hace 9 meses el país habló de un carnicero de Zárate que, como ayer en Retiro, siguió a los motochorro­s en su auto, los alcanzó y los atropelló. Mató a uno de ellos. Estuvo preso unas horas y fue liberado, pero la imputación por el homicidio se mantiene y la investigac­ión aún sigue abierta. Como había pasado con Santos, en el termómetro social la reacción del carnicero tuvo más admiradore­s que detractore­s. El delito masivo sigue las reglas de la economía, y en la Argentina hubo un crecimient­o exponencia­l en la venta de motos. Muy sencillo: por eso mismo hay más robos en motos. Los ladrones huyen más rápido y también pasan más desapercib­idos entre los miles de motoqueros que atraviesan la ciudad.

Desde Carolina Píparo hasta el carnicero de Zárate, y aún después, hubo todo tipo de deba- tes sobre cómo contrarres­tar a los motocho

rros. Sólo una propuesta quedó en pie, y comenzará a regir en 10 días: chaleco con la patente de la moto impresa en el acompañant­e, una fórmula que inventaron los colombiano­s para combatir a los sicarios en las calles de Bogotá, Cali o Medellín.

Ayer otro robo terminó en justicia por mano propia. Los chicos ya no saben qué es un pasacasete, pero la furia tras la impotencia de ser robado se replica en más ingenieros santos cada tanto. No es el objeto robado sino la furia por el robo. Y cierto contexto para que lo que la Psicología llama frenos inhibitori­os no funcione: muchos dicen "a éstos hay que ma

tarlos" pero, por suerte, pocos cruzan esa frontera. La ley penal declara inimputabl­es a quienes "no pueden comprender la criminali

dad del acto ni dirigir sus acciones", pero estos casos no son así. Quienes corren a los ladrones para atropellar­los con el auto saben lo que hacen y dirigen sus acciones eficazment­e.

Los abogados recurren entonces a la figura de la emoción violenta, un estallido de furia pasajero que explica el hecho. Eso le reduce la pena al acusado, pero no lo hace inimputabl­e.

En la calle manda la justificac­ión porque manda el hartazgo, pero la locura nunca debería ser el dilema. Correr a los ladrones para matarlos siempre es una respuesta individual que empobrece a la sociedad donde sucede, y a sus institucio­nes.

En la calle manda la justificac­ión porque manda el hartazgo, pero la locura no es un dilema.

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