Una madrugada atípica, con diez puesteros y algún desprevenido
Tras las detenciones. La actividad fue prácticamente nula la jornada posterior a los operativos. Tampoco hubo trabajo para los remises, las combis y los trapitos.
El himno suena a las doce en punto, desde los parlantes de la parte alta del complejo. Adentro, a esa misma altura, un grupo de policías de alto rango y un grupo de personas de traje, se dice acá abajo, busca documentación, cajas fuertes, decenas de miles de dólares, millones de pesos y pruebas que puedan comprometer a comisarios, jueces y otros posibles cómplices. Acá -abajo, afuera- además del señor frío, dos gallinas muertas y varias bandejas de plástico con restos de arroz, hay una fila de policías de la Federal y la Bonaerense. Es un cordón que le corta el paso a los pocos optimistas que se les acercan. Hace rato un borrachito en bicicleta se volvió gritándoles “gatos, si nosotros les pagamos el sueldo; ustedes son más ‘chorros’ que los de ahí arriba”. Pero los policías permanecen firmes. Con el himno de fondo se parecen al equipo de fútbol de la Selección, a minutos del saludo protocolar. Es una noche única en la feria ilegal más grande de Latinoamérica, identificada por la Unión Europea como un emblema mundial del comercio y la producción de mercadería falsificada. Adentro del complejo Punta Mogote no hay más de diez puestos abiertos, y los clientes apenas los su-
peran en cantidad. Afuera todo es desolación: sobre el Camino de la Ribera, donde se suelen colocar puestos de comida y de falsificaciones de lo ya falsificado, además de los policías y algunos remises viejos que funcionan como colectivos hasta Puente la Noria, solo hay puesteros o clientes que nunca supieron de los allanamientos.
Juan dice que llegar y enterarse la noticia “le cortó el mambo”. Vino en ómnibus desde Orán, Salta, el miércoles al mediodía, como si fuera un día normal de feria. Ahora, una de la mañana, se abraza las piernas y mueve su cuello hacia cada lado para pegar su oreja con el hombro y así combatir al frío. Está sentado sobre la ve- reda haciendo tiempo: en tres horas saldrá el micro hacia su provincia. A su alrededor hay basura, dos bolsones de consorcio con los jeans y camperas que pudo comprar, una leyenda sobre la pared que dice “Insaurralde
vedetonga traidor”. Cree que, a pesar de todo, su ganancia será $ 5 mil o 6 mil. Y promete que apenas junte “la moneda” del pasaje, regresará.
“La ropa de acá es novedad en Bolivia y en Salta”, dice con la confianza del que es vendedor por naturaleza. Juan vende puerta a puerta. De un lado y del otro de la frontera. Lo que compró hoy a $ 190 lo ofrece a $ 450, 500 o 550. “Según la cara del comprador”, aclara.
“Hablan de trabajo en negro pero el empleo en blanco todavía no llegó a mi ciudad”, comenta, y enumera las actividades más comunes de sus vecinos: los colombianos son prestamistas y los locales pueden vender en algún comercio, o en alguna feria, o “bagayear” en la frontera. Otra opción es comprar combustible en las estaciones de servicio y venderle a los motoqueros, en las puertas de las casas. “Pero los más bacanes somos los que venimos a La Salada”, cierra antes de salir a la terminal.
Los minutos pasan y sobre el Camino de la Ribera todo sigue igual. Como no hay trabajo, los remiseros levantan los capots y comienzan a revisar sus motores. Los choferes de las combis ya se fueron. Y los dos o tres “trapitos” también, hartos de desilusionarse al notar que de los autos que llegan solo bajan periodistas. Los cientos de micros que provienen de todo el país, hoy, noche única de la feria, nunca aparecieron. Ni siquiera ofrecen su mercadería los vecinos que adaptaron sus frentes y rejas a puestos callejeros.
“El grueso llegó de Once, cuando
echaron a los manteros”, dice Jonhy, un feriante que vino de Perú, mientras espera el remís. Ya son casi las 4 y solo quedan policías y periodistas. De los parlantes que sonó el himno, suena la radio de La Salada. Lo único que se mantiene igual a cualquier noche común de feria.