Entre Palermo y Belgrano, un mundo aparte
A dos cuadras está la avenida Luis María Campos; a tres, Cabildo, y a cinco, Libertador. Es decir, el ajetreo, bullicio. Las Cañitas. La Imprenta. En contraste, muy cerca, como escondida, se encuentra la Embajada de Alemania -entre otras sedes diplomáticas-. E imponente y silenciosa, la Abadía de San Benito. Y aunque como en estos dos últimos espacios, suele reinar la tranquilidad, este Pasaje, el Malasia, es un páramo especial. Un mundo aparte.
No sólo porque al menos en esa cuadra no se puede construir en altura. O porque entre cámaras de seguridad y garitas, hay autos que “duermen” en la vereda. Y porque el empedrado y los perfumes que llegan desde los jardines - invisibles, tras las fachadas- completan un paisaje de cuento.
Casi lo completan porque el Pasaje Malasia, que une Gorostiaga al 2000 con Maure, cerca del límite entre Palermo y Belgrano, está poblado por casonas construidas con la armonía del neoclásico francés y arcos en punta que evocan tanto el estilo tudor inglés como el gótico veneciano. Por farolitos, mascarones y vidrios decorados.
Así que recorrer esa cuadra se parece bastante a pasear por rincones de Europa a través de postales. No es casualidad que el Malasia (ex Arribeños) haya sido definido como uno de los pasajes “más europeos” de Capital. Europeo coqueto, señorial.
Sin embargo, tal vez, resulte tanto o más interesante observar esas raras mezclas de influencias que guarda en sus viviendas, ejemplos, en general encantadores, de esas mixturas tan porteñas.
Algunas son más raras que otras. Y más lindas. Como la de la casa del 854. Fue construida por el arquitecto Estanislao Pirovano -quien en 1930 diseñó la ex sede del diario La Nación en Florida 343, con relieves que muestran figuras de rasgos indígenas y faldas hechas de hojas, dispuestas para bailar una danza ritual-. El frente reúne techo abovedado, guardas de flores, un gran balcón de madera tipo colonial limeño - mucho más modesto que los de la capital peruana, cierto- y, como custodiándolo, dos dragones “dibujados” con hierro.
Entonces, uno puede jugar durante un buen rato a encontrar ésos y otros rasgos del barroco y del neogótico y de reversiones de otras tradiciones que Pirovano estudió en Escocia y en París. Igual que ante un buen cuadro. O puede seguir viaje, barranca abajo, por Gorostiaga, entre los ocres, los árboles. Puede entrar a la Abadía de San Benito, inspirada en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, de Burgos, España (XI), en el centro cultural (2015) que funciona en ese predio de 5.000 m2. Puede “salir” a Luis María Campos, pasar por el Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín -donde a veces se ven pastar caballos- y llegar hasta otro oasis: la parroquia Santa Adela, neocolonial.
Pero uno también puede quedarse a recorrer el claustro de San Benito. Está en obra pero no importa. Los trabajos distraen poco. Es que caminar bajo los arcos y columnas decoradas con ángeles y demonios de aires medievales o tomar un café en vasito en el bar que los rodea implica formas distintas de lo mismo: seguir despejándose mientras el sol aún entibia, aunque ya no se escuche ningún pájaro, en este mundo aparte.