Clarín

A los 68, no soy la mujer tan atractiva que fui. Pero vivo con intensidad: el hoy me importa más que el futuro

“Madurescen­cia”. Así se llaman los cambios de expectativ­as y de ilusiones vinculados a la tercera edad. Aquí un testimonio que evita lo políticame­nte correcto y prefiere una honestidad sin reparos.

- Cristina Tabachnik

Pensaba que la vejez -llamémosla así aunque yo esté muy bien- nunca iba a encontrarm­e. Como si fuera algo que uno sabe que sucede pero no que le sucede. Ahora me faltan menos de dos años para cumplir 70 y me doy cuenta que está aquí, cerca.

Retrocedo en el tiempo para contar cómo llegué hasta acá. Tengo la dualidad marcada en los genes. Nací en 1949 de un vientre católico y un espermatoz­oide judío. Nací en Buenos Aires, en el barrio de La Paternal. Viví ahí hasta los 11 años mientras mis padres se llevaban tan mal que tuve que presenciar escenas traumática­s de violencia que me acompañarí­an desde entonces.

Un verano fuimos a veranear a Córdoba, mis padres tuvieron la última gran discusión y no volví a la casa de Buenos Aires ni a buscar mis juguetes. A los 11 años nos fuimos con mi mamá a Venado Tuerto, una ciudad al sur de la provincia de Santa Fe, a la casa de mis abuelos maternos.

Podría seguir mi biografía familiar pero en realidad mi vida se define por la danza. Bailo desde los cuatro años, empecé con baile español y clásico. En Venado Tuerto me enseñaron a bailar folklore. Después seguí bailando todos los estilos.

Terminé la primaria, comencé el secundario y a mis 15 años mi mamá decidió volver a Buenos Aires. Me recibí de maestra con medalla de oro. Seguí bailando. Empecé a dar clases de baile.

Me inscribí en la Facultad de Derecho. Siempre continué con la danza, bailando, haciendo seminarios y cursos. En la facultad co

nocí a mi futuro ex marido (parafrasea­ndo a Dalmiro Sáenz). Me casé. De esa unión nació nuestra hija Nuria, en 1975. A los pocos años me separé. Fui estudiante abnegada, prolija, primero abogada, después psicóloga social. La danza, mientras tanto, mantuvo mi vida y mi salud.

Ahora tengo 68 años. Mi hija tiene 42, se la ve bárbara y me dice “¡Ay mamá, estoy mayor!”. La miro desde mi edad y no sé cómo explicarle que está atravesand­o la mejor etapa de una mujer.

Yo era hermosa. Hoy me despierto a la mañana, me veo con arrugas, ojeras... veo un

cuerpo que envejece. El espejo no me devuelve la mujer que fui. Pero pienso que si me arrugo por algo es así. ¿Para qué vamos a luchar contra eso? Busquemos otras luchas posibles. Tengo que aceptar mi nuevo cuerpo y

mi nuevo rol. No soy más esa, soy esta y gracias a Dios que transcurrí hasta esta edad así. Soy feliz por mi vida y mi salud, pero también me genera tristeza saber que no soy esa mujer que se ve en la foto de décadas atrás.

Hasta hace 20 años todavía me sentía muy linda y muy seductora. Empecé a estudiar yoga porque siempre me había gustado dar clases a adultos mayores. Continué para ser instructor­a y así enseñar a otros, no para mí, yo no era “vieja”. Daba clases a alumnas de la tercera edad, de un promedio de 65 años. Entonces de pronto golpean a mi puerta y yo también cumplo 68. Sigo dando clases de yoga y baile, mi vida seguirá siendo, mientras pue-

da, pierna en la barra, gente que baila.

Tener hoy casi 70 años es una experienci­a diferente a otras épocas. Estoy jubilada y sigo en actividad, soy abuela y no dejé de bailar, me arrugo sin cirugías y tengo una pareja algunos años menor.

¿Qué hacemos a estas edades? Puedo contar lo que hago en mis grupos de baile. Siempre les digo a las alumnas “es importante en

vejecer con dignidad”. Doy clases de movimiento incluso hasta a gente que está en la cama. Tengo un alumno de 88 años que no puede casi levantarse pero si un día logra mover algo la cabeza ya nos quedamos contentos. La expectativ­a de vida es mucho mayor hoy que en otros tiempos y tenemos que ver cómo nos adaptamos a esto. Tengo un grupo de señoras, abuelas, que hacemos bailes de distintos estilos. Nos reímos de los olvidos y tratamos de envejecer con alegría. Por supuesto, tenemos

nuestro chat.

Ser abuela en el siglo XXI también es una experienci­a diferente. Tengo dos nietos hermosos pero si tengo que dar una clase no dejo de darla. No sé si somos peores abuelas. No

soy de ésas que viven para los nietos. Aprendí que no hay que aferrarse ni a ellos ni a los hijos. Para estar con un nieto pensando que querés estar haciendo otra cosa, como dar una clase, mejor no estar. Me encanta verlos pero no cuentan conmigo incondicio­nalmente porque también tengo una vida.

Uno envejece desde que nace. Pero el corte radical, el gran cambio de la mujer -al menos para mí-, es la menopausia. ¿Qué te trae todo esto? Te secás toda, se te secan los ojos, te tenés que operar de las cataratas y ni el pelo ya es el mismo. Empiezan las contractur­as, empieza a haber artrosis en la columna, artrosis en las rodillas, bajás tres centímetro­s. Hagas

lo que hagas. Porque yo hice “todo lo correcto”, hago el saludo al sol varias veces al día, soy una persona sana. Pero tu cuerpo toma otra forma. Aunque atiendas al músculo, la piel irremediab­lemente se cae. Se cae. Todo se cae.

Frente a todo esto que siento negativo, muchas veces me pregunto ¿qué tenemos que elaborar para sentirnos bien? Lo pregunto, además, desde el mundo del baile donde el narcisismo está muy presente y estos cambios enojan. Por eso duele tanto cuando, hagas lo que hagas, la tonicidad muscular te abandona, cuando a pesar de la buena postura la densitomet­ría te indica que tu cuerpo se está haciendo cada vez más pequeño. La competenci­a regla varios aspectos de la danza: quién pone la pierna más alta, quién puede abrirlas más, ¿hasta dónde? Como en el fútbol y tantos deportes, el cuerpo y la competenci­a son protagonis­tas, y de golpe el cuerpo que tuvimos no está más y vos quedás afuera de toda competenci­a.

Y sin embargo, no extraño mi vida de los veinte. Sufro menos ahora. Estoy más equilibrad­a. A la edad de 30 o 40 te sacás los novios, los maridos, querés seducir, es la época de las pasiones. Todo lo que uno quiere hacer está en primer lugar. Por ejemplo, yo la dejaba a

El amor es más equilibrad­o a esta edad. Demando menos que antes. Y la sexualidad con un cuerpo diferente no tiene por qué cambiar. Tengo celulitis, pero no tengo vergüenza.

mi hija por clases de danza una y otra vez. Por eso ahora disfruto tanto la solidarida­d de la gente de 70. Una vez una alumna se enfermó y estaba sola. Se armaron redes para llevarle las compras. Mis clases se transforma­n en redes de solidarida­d. A tal no la veo bien, qué le pasa, problemas de los hijos, de los nietos, de taquicardi­a, una hipertensi­ón.

En la adolescenc­ia sufrimos porque pasa-

mos de todo en ese momento terrible donde te planteás qué vas a hacer en el futuro. En la “madurescen­cia” aparece otra crisis, pero ya no tenés tiempo de replantear­te qué vas a hacer en el futuro. Tenés que ser hoy, ahora. Inspiro, exhalo, ese momento fue el presente y no hay nada más. Ese momento hay que vivirlo con intensidad. Entonces sí existe la brevedad. Ahora o

nunca. No sabés cuánto tiempo vas a poder caminar y todas las cosas que te pueden pasar. ¿A qué tenemos que dedicarle tiempo? A seguir creciendo intelectua­lmente, a mantenerno­s físicament­e con creativida­d, trabajar el equilibrio interno y externo. A buscar sentirse contenta con lo que uno es y, sobre todo, con lo que uno puede ser.

Reconozco que hablo de tareas difíciles. En Oriente la vejez es venerada y de aquella cultura tenemos mucho que aprender. En nuestra sociedad cuando sos vieja te sugieren de una u otra manera que no servís para nada. Pocos te escuchan. Podemos poner la novela

Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares, como ejemplo cultural. Es ficción pero refleja algo de nuestra sociedad donde no se valora al viejo. Es necesario comprender y demostrar que uno sí va adquiriend­o sabidu-

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Antes. Cristina (primer plano), en una coreografí­a. En esa época, no pensaba en la edad.
 ?? GERARDO DELL’ORO ?? Redes de solidarida­d. Para Cristina, las mujeres mayores se ayudan más entre sí: conocen los problemas de la soledad.
GERARDO DELL’ORO Redes de solidarida­d. Para Cristina, las mujeres mayores se ayudan más entre sí: conocen los problemas de la soledad.

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