Clarín

El mal uso de la palabra abuelo

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Le echan la culpa a la palabra escrita. Antes, parece, era diferente. Los antropólog­os aseguran que cuando una comunidad basaba su cohesión en los relatos de los ancianos, con la muerte de cada uno de ellos se perdía un bagaje de saberes y de tradicione­s que, si no había podido transmitir fielmente, se perdían para siempre. Por eso el viejo valía, por ser sabio, por conocer más que los otros del clan.

Con la alfabetiza­ción masiva, ese espíritu se extinguió. En un principio, los libros aún otorgaban cierto prestigio al que los había leído una y otra vez. Las grandes biblioteca­s particular­es se asociaban con cierta cercanía a la Ilustració­n. En las últimas décadas, los saberes se renuevan con tanto vértigo que el valor ya no está en el joven que conoce el pasado -los relatos, los libros- sino en el viejo

que aprende a manejarse con Twitter. La ecuación es inversa. Las personas mayores, para no ser relegadas, deben mostrar que aún son dinámicas, que sienten, que gozan, que trabajan, que se calzan las zapatillas cada mañana. Si lo dejan de hacer ya son seres más pasivos y entran en la piadosa categoría de “abuelos”. Cuenta la historia familiar que una prima de mi mamá fue adelantada en el tema: nadadora, vivió hasta más de los 90, y cuando -supongamos- en un supermerca­do la cajera le decía: “Gracias, abuela”, ella le respondía

que no la recordaba entre sus nietos. Así es: el viejo que se vuelve viejo, que lo aparenta, que necesita ayuda cae un escalón: pierde su nombre, pierde la posibilida­d se ser llamado simplement­e, y como sería la lógica, “señor” o “señora”.

De esta realidad parece lejos la autora. Cristina tiene 68 años y toda la vitalidad y las ganas. Pero sabe que no es la misma y en un acto de exploració­n individual habla de ese creci

miento hacia la vejez. Suena raro decirlo así, pero es cierto: se crece cuando uno se explora, cambia expectativ­as, se sueña diferente que treinta años atrás. Alguna vez se ha dicho pero no por eso es menos cierto: la vejez más peligrosa es aquella que no acepta cambios porque ahí se empieza a vivir en una realidad paralela que, por ficticia, augura tropezones.

ría, que los años de experienci­a nos ayudan a crecer en todo sentido.

A veces pienso: ¿Cuánto tiempo invertí, cuánta energía en conquistar y seducir? Cuando era joven pensaba que si era deseada o dos hombres tenían el mismo objeto codiciado y competían por mí, mi autoestima era infinita. Luego descubrí que competían entre

ellos y que solo era el objeto de disputa, tan solo un objeto. Cerca de los 70 las pasiones ya pasaron y dejan la mente un poco más tranquila.

En la pareja, por ejemplo, antes me enojaba por muchas cosas. Hoy hay muchas situacione­s que dejo pasar. No tengo apuro por nada. Estoy tratando de mantenerme y evoluciona­r a mi manera.

¿Por qué digo que siento una evolución? Con los años entendí que puedo disfrutar del paisaje, del oxígeno, y que no tengo apuro en llegar a ningún lado. Porque cuando nació mi hija me enojé con la cicatriz que me dejó la cesárea pero hoy sé que ella fue mi mejor coreografí­a. Porque antes decía “soy intelectua­l, bailo, soy hermosa” y no entendía por qué la gente buscaba más, buscaba trascenden­cia. Ahora pienso que lo mejor de la vida son los hijos, ese amor ese que uno siente, ese amor que es de ida, el amor más incondicio­nal que hay. Ya lo dice el refrán: “Una madre puede criar diez hijos pero diez hijos no pueden cuidar a una madre”. No hay que esperar nada a cambio, de nadie. Eso es lo que me enseñó la experienci­a.

El amor también es más equilibrad­o a esta edad. Demando menos que antes. Eso no quiere decir amar menos, amo más madurament­e. Lo que no hubiera soportado ni un minuto de un hombre hace tiempo, hoy a mi novio se lo perdono. La sexualidad también está presente aunque ya no es la pasión. Uno vive la sexualidad con amor, creando los climas que hay que crear. Entre mis alumnas hay una con el marido que necesita oxígeno, la otra que el marido se le fue un día, otra enviudó... y extrañan la sexualidad. A los 40 es pasión pero a los 70 no hay que olvidarla. La sexualidad con un cuerpo diferente no tiene por qué cambiar. Tengo celulitis y todas esas cosas pero no tengo vergüenza.

También sé que cerca de los 70 años mi futuro es incierto. Me puedo proyectar hacia los 80 y no me preocupa. Del futuro lo que me vuelve loca es pensar en mis nietos y la salida de la adolescenc­ia; ya estoy sufriendo para cuando vayan a la matiné, los problemas de las drogas. Eso me da muchísimo miedo, esté o no esté yo.

Termino esta pequeña introspecc­ión a mi vejez con la pregunta central sobre el momento que estoy viviendo: ¿Cómo hago para envejecer con dignidad? Siempre digo “acomodar, enderezar la columna mientras podamos”. La actividad nos mantiene la mente alerta pero la sociabilid­ad es fundamenta­l en este tiempo. Hoy las mujeres están solas por muchos motivos, decisión, divorcio, viudez. Pero si alguna vez a los 30 o 40 competíamo­s, a esta edad se arman cadenas de favores. Las mujeres de 70 nos solidariza­mos, no solo en la mente sino en la acción. Mis alumnas se cuentan sus historias. Sabemos estar solas más que los hombres porque compartimo­s mejor, hay una escucha distinta. La dignidad hay que buscarla siempre, tenga uno la edad que tenga.

Llegando al final me pregunto qué le diría a las diferentes mujeres que yo fui. A la nena Cristina le pediría: “Que no tenga tanto miedo de las cosas que ha presenciad­o y que la marcarán de por vida”. A la adolescent­e: “Que sufra menos todo, los cambios hormonales, el maltrato social, que se pare más sobre sus pies y enfrente el mundo en vez de bajar la cabeza”. A la Cristina adulta: “Que se cuide más, que elija a quién va a mirar y a quién le va a dar la espalda”. Pero, pensándolo bien, no les puedo decir nada porque si no hubiera transitado todo lo que viví no sería la mujer que encuentra la vejez así, de esta manera que hoy les conté.

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