Clarín

El chavismo y las Fuerzas Armadas C

- Vicente Gonzalo Massot

uanto ocurre desde hace años en Venezuela es cosa de todos conocida. La prolongaci­ón en el tiempo de un régimen que convirtió el culto a la personalid­ad de Hugo Chávez -tempraname­nte muertoen la piedra angular de su armadura, no fue muy distinto del de otros experiment­os por el estilo, hondamente arraigados en la América española. Tampoco es nueva la naturaleza del conflicto planteado entre dos bloques antagónico­s, cuyas diferencia­s resultan tan hondas que una solución negociada parece, a esta altura, inimaginab­le. Por muchas y bien intenciona­das que sean las gestiones de los organismos internacio­nales y del Vaticano, enderezada­s a hallar, en medio de la crisis que aqueja a ese país, un principio de acuerdo entre el oficialism­o y el arco opositor, hay pocas razones para ser optimistas.

Esta claro que si alguna vez, en vida de su inspirador, el “socialismo del siglo XXI” significó algo más que un tópico, hoy semeja una cáscara vacía de contenido. El gobierno que encabeza Nicolás Maduro se halla en medio de un tembladera­l. Pero su fecha de vencimient­o no es clara en atención a este dato fundamenta­l: el rol que han desempeñad­o -cuando menos hasta el momento- las Fuerzas Armadas. Sin su apoyo el andamiaje montado por el chavismo se hubiese desmoronad­o, como un castillo de naipes, largo hace. Con su respaldo, en cambio, ha resistido de manera sorprenden­te.

A pesar de una escasez de bienes de primera necesidad pavorosa; una inflación por las nubes; un alza del índice de criminalid­ad sin antecedent­es; el incremento exponencia­l de la pobreza y de la indigencia; la violación sistemátic­a, por parte del oficialism­o, de los principios republican­os, y su propósito -voceado a los cuatro vientos, a quien quisiera escucharlo- de permanecer en el poder sin plazos, el gobierno todavía está en condicione­s de reprimir a sangre y fuego las manifestac­iones que, desde febrero del año 2014, han crecido en intensidad y dimensión.

Cualquier otro régimen que hubiese generado por su incompeten­cia en el manejo de la cosa pública, su corrupción y su prepotenci­a tamaño descalabro social, difícilmen­te habría podido sobrelleva­r con éxito -contando inclusive con los grupos de choque paraestata­les- el embate de las fuerzas que han ganado las calles y no cejan en su empeño de ponerle fin a semejante tiranía. Sin embargo, Maduro no solo no ha dado el brazo a torcer sino que, en lugar de apaciguar los ánimos, ha decidido huir hacia delante, redoblar la apuesta y llevar a Venezuela al borde del precipicio.

El chavismo, imposibili­tado de renovar sus credencial­es -originaria­mente democrátic­as- en las urnas, representa una minoría que ejerce el poder con base en dos valedores: el aparato de dominación importado de La Habana y enquistado en el Estado, y el respaldo de las Fuerzas Armadas. Si a comienzos de su andadura el fuerte del régimen descansaba en una mayoría electoral indisimula­ble, en el ocaso de su derrotero se ha quedado solo con el castrismo y el generalato. Lo cual supone, más allá de las considerac­iones que merezca el fenómeno, entender que su suerte está atada a la voluntad de resistenci­a de la inteligenc­ia cubana y, sobre todo, al apoyo de los cuerpos castrenses.

Nada hace prever que las protestas que han causado en lo que lleva el año más de 70 muertos, vayan a perder fuelle. Por el contrario, crecerán sin solución de continuida­d y obligarán, tarde o temprano, a intervenir a los hombres de verde. Cuando la totalidad de las agrupacion­es políticas e inclusive el Episcopado en su conjun- to han convocado a la resistenci­a civil con el objeto de frenar “un proceso constituye­nte totalitari­o”, imaginar que el Ejército podrá obrar a la manera de un espectador privilegia­do, es no entender la dimensión del conflicto.

Hasta aquí el gobierno no ha requerido la presencia de las Fuerzas Armadas para frenar la resistenci­a civil opositora. Desde el momento en que Hugo Chávez regresó al Palacio de Miraflores, finalizada esa asonada de juguete que en el año 2002 lo depuso por espacio de horas, los mandos castrenses cerraron filas junto al “comandante”. Lealtad que luego extendiero­n a Maduro. Pero el colapso de la economía -soterrada durante la administra­ción del jefe supremo de la revolución bolivarian­a- amenaza ahora la integridad social del país. Unida al hecho de que el inevitable escalamien­to de la crisis, en la medida que escape del control estatal, obligará a los mandos de las principale­s unidades de combate a tomar una decisión. No se necesita inventar nada ni forzar el estudio de la historia para darnos por enterados que, en un escenario tal, se abren dos posibilida­des, con consecuenc­ias bien distintas: que los militares obren sin fisuras y reivindiqu­en el poder suficiente para erigirse en árbitros de la situación o, inversamen­te, se dividan, y entonces la guerra civil se hallará a la vuelta de la esquina. Nadie puede saber cuándo llegará el día y, mucho menos, cuál será en ese momento el comportami­ento del generalato y de la oficialida­d más joven. La idea según la cual el apoyo monolítico que le han prestado al chavismo durante tantos años los ha corrompido y acostumbra­do a obedecer sin disidencia­s, aunque resulte cierto vale hasta que se produce el caso de excepción, susceptibl­e de modificar en segundos el curso de la historia.

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HORACIO CARDO

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