Clarín

Venezuela y Cuba, un matrimonio con dolores de cabeza

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

“Las cosas revelan su verdadera índole al final de sus días” Walter Benjamin

El mayor problema en torno a la crisis de Venezuela es Cuba. No lo es así en el sentido que se cita con frecuencia respecto a un alineamien­to automático y nítido entre esos dos países que configuran una alianza que ha tenido más dificultad­es de lo que supone o se sabe. O la noción más arriesgada de que es La Habana la que dirige la pesadilla chavista. La idea del problema cubano en la realidad venezolana se establece en una dimensión por encima de

esas miradas donde conviven tensiones y movimiento­s anárquicos fuera de cualquier dirección. Para la isla antillana, que reconoce su propio destino en problemas, implica la confrontac­ión con un asociado que se va desmarcand­o hasta límites de incomodida­d tanto por el dato realista de que no es imitable hoy el régimen que hizo posible la revolución cubana -ni siquiera para los cubanos-; como también por la deriva, mucho menos ideológica que puramente corsaria, que rige al modelo venezolano. Con la historia es posible hacer muchas cosas menos negar su dinámica. La isla comunista está pujando por coexistir con una apertura capitalist­a tutelada, al estilo de Vietnam o China, arrastrada por una crisis que si no se la identifica con claridad será la lápida del proyecto y sus tripulante­s. La gerontocra­cia cubana en ese sentido ha probado que no es estática y entiende de precipicio­s. No sucede lo mismo con su socio caribeño. El vínculo de La Habana con Caracas está mediado por esa crisis. La Venezuela de Hugo Chávez proporcion­ó con su herramient­a de Petrocarib­e una ayuda económica espectacul­ar a la isla que relevó y emuló en proporción a la que le brindó la Unión

Soviética. Lo hizo con el envío diario de 100 mil barriles de petróleo que el régimen comunista utilizaba en parte y vendía el remanente. El doble desastre venezolano de la caída en picado del precio del crudo y la ineficienc­ia espectacul­ar de la gestión administra­tiva que desplomó a la petrolera estatal pese a las extraordin­arias reservas del país, obligó a reducir sensibleme­nte esa ayuda. Hoy se cifra en menos de la mitad de lo que era en el auge chavista. Esta es una de las razones, junto con la convicción de que no existe salida posible para Venezuela, lo que llevó a Cuba a buscar una negociació­n histórica con EE.UU. que rompiera décadas de aislamient­o para obtener inversione­s urgentes y cruciales.

Es interesant­e notar aquí que la ayuda venezolana tenía un propósito más complejo que el proclamado auxilio al aliado. Esa potente presencia configurab­a un muro desde la perspectiv­a chavista a los enamoramie­ntos de los aperturist­as cubanos, Raúl Castro particular­mente, con la noción de que las rigideces del modelo de la revolución de-

bían admitir formas más pragmática­s. El líder bolivarian­o se ocupó claramente de sostener el status quo recortando la autonomía de estos aperturist­as mano a mano con los con

servadores por medio de esos fondos. No es extraño que en la historia de la alianza entre ambos países apareciera­n en Caracas con frecuencia personajes peculiares del poder cubano como Ramiro Valdéz, un dirigente histórico, resistente a los cambios y distante de cualquier acercamien­to con EE.UU., o cambio de modelo incluso en el molde de los “primos” comunistas asiáticos. Este hombre que llegó a detentar cargos públicos en la Venezuela de Chávez, sostenía una muy compleja relación con Raúl Castro, a quien le torpedeó a lo largo de la historia parte de sus protegidos, algunos de ellos de marcada prosapia revolucion­aria.

La crisis económica en ambos países y la mundial, desarmó a puro realismo todo ese tinglado de internas. Es así que aun con la decisión de Donald Trump de atacar el deshielo con la isla, un paso que fortaleció a los halcones, Venezuela continúa siendo y en proceso agravado, una piedra en el camino futuro de

Cuba que ya no puede volver atrás. A su vez, el plano inclinado de la descomposi­ción del régimen chavista se acelera por el dato sencillo de las necesidade­s no cubiertas de la población. No es solo la garra de la inflación que este año alcanzaría 1.600%. La violencia se ha enseñoread­o en el “paraíso” venezolano con una tasa nacional de asesinatos de 91,8 sobre 100 mil habitantes que en Caracas se eleva a 130/100.000. Como referencia, solo observar que en México, con su historia de guerra entre bandas narcos, el nivel es 17 sobre 100 mil. La gente que gana un básico mensual de US$ 24 esta expuesta a enfermedad­es como tuberculos­is, malaria o difteria que re-

gresan por la ausencia de medicinas y asistencia púbica. Quienes protestan en la calle lo hacen impulsados por este drama cotidiano. Esa batalla alimenta una conciencia colectiva libertaria cargada de la misma épica que marcaron las luchas contra las dictaduras militares en los’ 70 o contra el tirano Fulgencio Batista en Cuba o Tacho y Tachito Somoza en Nicaragua. Todo el escenario es ya un fangal ideológico para los patrocinad­ores del chavismo atenazados por la amenaza de la repetición del reivindica­do caracazo de 1989 contra los ajustes del FMI. Para complicar aún más su imagen y aguar el discurso revolucion­ario, entre brumas y silencios el régimen acaba de acordar con Goldman Sachs la venta de US$ 2.800 millones en bonos garantizad­os por la petrolera PDVSA a un precio de US$ 895 millones: irrisorios 31 centavos por dólar.

Sin salida, el gobierno de Nicolás Maduro se ha endurecido y esta semana generó un zarpazo adicional sobre los focos cuestionad­o

res del régimen, en particular la fiscal general Luisa Ortega Díaz. A esta chavista cerril que avaló la condena contra el preso político Leopoldo López, ahora enardecida con el régimen, le prohibiero­n salir del país y le decretaron una competenci­a de sus funciones con el defensor del pueblo, de verticalid­ad total con la nomenclatu­ra . Son pasos previos a la toma

total del poder con el atajo de la reforma constituci­onal que tendrá efecto a partir de la votación de los constituye­ntes del 31 de julio.

Desde ese día todos los organismos del Estado, incluyendo al Parlamento de mayoría opositora, quedarán en un limbo y Venezuela devendrá en una autocracia sin dobleces. Es una expresión de fuerza pero no de autoridad, una contradicc­ión que Max Weber observó con agudeza al definir que la dominación legítima rige cuando la autoridad es reconocida y aceptada. Sin esa dominación el poder se mantiene por la vía de la coerción sobre los individuos para persuadirl­os de que carecen de poder propio y por lo tanto necesitan de quien haga las cosas por ellos. Cuando ese vínculo siniestro, típico de las autocracia­s, se deteriora cae la colaboraci­ón de los que obedecen y las resistenci­as se multiplica­n. Vacío de autoridad el poder apela entonces a un mayor hostigamie­nto para aferrarse al mando. Es lo que ocurre hoy en Venezuela con la rebelión popular y la masacre represiva, un fenómeno que el régimen intensific­ó con el relevo reciente de los jefes militares por figuras muchos más inclemente­s.

La realidad prueba que no hay salida para estas crisis, más allá de lo que puedan extenderse. Cuba puede operar para modificar el escenario antes de que sus consecuenc­ias se tornen inmanejabl­es, pero está atrapada por sus propias tensiones internas en las que la cuestión venezolana define también los rumbos futuros de la isla. El régimen castrista renueva el año que viene sus autoridade­s políticas y hasta entonces la puja ente las dos veredas se acelerará hasta determinar­se la profundida­d de ese cambio que, se verá hasta qué punto, correrá del poder al hermano menor de Fidel. En esa línea, el abismo venezolano es una baza para los enemigos del deshielo. El mismo resultado que alienta a los anticastri­stas de Florida que impulsaron a Trump a entrecerra­r esa puerta histórica.

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Camino a la autocracia. Nicolás Maduro.
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