Clarín

Un amor que no fue: nos quisimos mucho pero éramos tan diferentes que no logramos seguir juntos

Más allá del deseo. Se conocieron en Paraguay. Ella no quería sujetarse a nadie. El, de ambiente rural, era conservado­r acerca del rol de la mujer. Y le ocultó que estaba esperando un hijo con otra.

- Delfina Korn

El otoño pasado murió mi perro y tuve un deseo repentino de llamar a mi ex novio. Cuando atendió el teléfono y le dije hola, él me nombró por mi nombre y apellido y hasta mi apellido materno. Hacía seis años que no hablábamos.

Lo había conocido cuando tenía 22, en un congreso de periodismo en Ciudad del Este, Paraguay. Él era de allá. Camino a una excursión, nos tocó sentarnos juntos en el micro.

-¿Cómo te llamas?, me preguntó aquella vez. -Delfina. -Y yo soy el delfín, me respondió. Me pareció lindo pero canchero. Alguien con quien podría entretener­me los días que duraba el congreso y después olvidar para siempre. Eso fue hasta que Hernando se sacó los anteojos y me miró: bajo unas cejas tupidas, tenía una mirada profunda y penetrante.

La noche antes de conocerlo, un hombre me había apuntado con un arma en la sien para robarme. Horas más tarde, cuando ya estaba a salvo en mi cuarto de hotel, tirada en la cama pero sin poder dormir, no podía parar de pensar que me podría haber muerto sin saber lo que es hacer el amor. Dios, por favor, no dejes que me muera sin saber lo que es hacer el amor.

Y al otro día lo conocí. En el micro, rodeado de sus amigos, Hernando intentó seducirme cantándome una canción al oído que decía te

quiero tanto amor… mi pequeña traviesa… A mí me dio vergüenza ajena y miré para otro lado. Él se sintió humillado y me dejó de hablar. Pero al rato, en la reserva guaraní donde estábamos de excursión, lo escuché decir que tenía hambre y le ofrecí una banana. Él me agarró de la mano y empezamos a recorrer juntos ese campo abierto con algunas chozas. Terminamos dentro de una y, entre gallinas y mugre, nos dimos un abrazo largo y apretado.

De vuelta en el hotel, Hernando y yo ya habíamos perdido todo interés en el congreso y nos fuimos a sentar debajo de un árbol, a orillas del río Paraná. Allí él me dijo que eso que le había hecho más temprano -dar vuelta la cara mientras me estaba cantando- me lo perdonaba sólo por ser yo, porque si hubiese

sido cualquier otra chica, no le hubiese hablado nunca más.

Comenzamos a contarnos un poco de nuestras vidas. Hernando se había criado en el campo pero había venido hacía unos años a estudiar a Ciudad del Este. Cuando me dijo el nombre de su pueblo de origen, lo reconocí: era el mismo al que mi abuela paterna había llegado a los siete años cuando escapó de Alemania huyendo de los nazis. Le dije que quería ir un día a conocer ese pueblo y él me dijo que un día me llevaría.

Además de orgulloso, Hernando era también muy tierno y caliente. Me quería hacer el amor debajo de ese árbol y yo me puse a llorar. También quería hacerlo pero me daba miedo, le expliqué, porque todas mis experienci­as me habían causado dolor. Yo temía que eso significar­a que a mí en realidad no me gustaban los hombres, o que estaba de algún modo fallada. Él me respondió que no me preocupara, que eso era algo que dependía mucho de

los hombres, y en ese momento mi torso, que estaba en sus brazos, se relajó un poco más.

Su voz era suave: hablaba lento y pausado, enmarcando cada sílaba. Nunca decía malas palabras: lo más fuerte que le escuché decir fue la pucha. Todas las cosas las medía bajo dos categorías: unos cuantos y otros tantos. Nunca hablaba de mucho, poco o demasiado. Y muchas de sus frases las terminaba agregando había sido, una expresión cuyo significad­o yo nunca llegué a comprender del todo pero me gustaba cómo sonaba. Su acento me resultaba familiar porque todas las chicas que me habían cuidado cuando era chica, habían sido paraguayas. También en el acento de mi abuela paterna había quedado algo de guaraní, entremezcl­ado con deutsch y porteño. -Así que sos una mujer hebrea, había sido, me dijo Hernando en un momento. -Sí, le dije. -Pero mirá que para casarte conmigo tenés que ser católica, me dijo bromeando. Pero yo dudé de que fuese una broma, porque Hernando era profundame­nte católico. Pensé que si me casaba con él, me podía convertir y listo.

Visité a Hernando cinco veces durante un año, mientras en Buenos Aires seguía cursando mi carrera. Iba y me quedaba una semana con él, en la pensión donde vivía. De mañana se iba a trabajar y de tarde, nos la pasábamos

recorriend­o en moto la ciudad, que de día brillaba bajo un sol desahuciad­o y de noche, se volvía oscura y peligrosa. Pero para ese entonces yo ya estaba en la cama con Hernando y él me decía que no debía temerle a nada, porque él estaba conmigo.

En su cuarto de paredes descascara­das y polvo rojo invadiéndo­lo todo, Hernando y yo hacíamos el amor pero al principio, a mí no me gustaba. Él me hacía de todo, desde acariciarm­e de mil maneras diferentes hasta untarme el cuerpo con leche condensada, pero a mí no me pasaba nada. Entonces fingía, porque no quería que él supiese. Pero Hernando me descubrió: -¿Por qué fingís? No supe qué responderl­e y me puse a llorar de la vergüenza. Él me abrazó y me contuvo. Creo que el hecho de que él hallara una verdad oculta mía y no se hubiese espantado, hizo que me enamorara de él, y nunca más volví a fingir. Empezó por enseñarme a besar: -Tenés que soltar más los labios, me dijo. Pasó mucho tiempo hasta que el sexo me empezó a gustar. En el medio, fuimos inventando entre los dos un ritual lingüístic­o. Descubrí que hacer el amor empieza por la pronunciac­ión de ciertas palabras que pene- tran al otro. En la cama, podíamos decirnos de todo, incluso nuestros defectos. Él me llamaba su narilona, por mi pronunciad­a nariz, y yo lo llamaba mi orejudo, por sus descomunal­es orejas. Él me llamaba su kurepa fingida (los paraguayos llaman kurepas a los argentinos) o su kurepa llorona -que en su pronunciac­ión sonaba ‘liorona’-, y yo lo llamaba mi macho paraguayo.

Pero cuando Hernando se iba a trabajar, yo me aburría. No había ningún lugar cerca adonde ir a pasear y con las horas de encierro en nuestra pensión, que era de techo de chapa y recalentab­a como un horno, afloraban todos mis miedos y dudas con respecto a él. Estaba profundame­nte enamorada, quería casarme y tener hijos con él. Pero al mismo tiempo, sufría pensando que un día lo iba a querer dejar, que un día él no iba a ser suficiente. Un chico de campo, que dormía con la luz prendida por miedo al diablo, y que ni siquiera sabía usar un ascensor. Había cosas que nos separaban de manera tajante. A él no le gustaba que yo fumara y a mí me parecía una locura que me lo hiciera saber en forma de orden. La religión, me di cuenta con el tiempo, a contramano de mi primer pensamient­o, también era una de ellas. Yo lo acom-

pañaba a la Iglesia y me pasaba toda la ceremonia llorando. Cuando él me preguntaba por qué lloraba, yo le respondía: -Es que te quiero mucho.

Y era verdad. Sólo que no era toda la verdad. Me sentía demasiado lejos de mi mundo. A veces sentía ganas de irme volando como un pájaro de ese país en el que me sentía tan extraña, pero no concebía hacerlo. Después de todo yo lo amaba, él era el hombre que me había acompañado a sentir placer y yo le debía fidelidad eterna. Además, no imaginaba qué iría a ser de él si yo lo dejaba: temía que se deprimiera, abandonara sus estudios y se convirties­e en un borracho como los tantos que deambulaba­n de noche por ahí. Otras veces sufría pensando que él no me quería tanto como yo a él, porque nunca viajaba a verme. Pero cuando Hernando llegaba de trabajar y me abrazaba, se disipaban todas mis dudas, al menos hasta el día siguiente.

Para Navidad, Hernando me invitó a conocer a sus padres. La noche del 24, nos emborracha­mos y bailamos música paraguaya. Hernando tenía muchas hermanas que, junto con la madre, hablaban en guaraní y me miraban de reojo. Su papá, en cambio, muy serio y casi mudo, me miraba fijo y con sospe-

cha. Y Hernando mismo me miraba inquisitiv­o, como preguntánd­ose si yo iría a seguir con él después de ver de dónde él era. Hernando me había contado que un maestro de la primaria le había dicho que nunca debía confiar plenamente en nadie.

A la mañana siguiente, la mamá me sirvió un plato con asado de la noche anterior. Mientras tragaba, una de las hermanas me comentó al pasar que Hernando estaba esperando un hijo con otra mujer. Pero que no me debía poner celosa porque a esa chica nunca la había traído a la casa de los padres, lo que quería decir que no la quería como a mí. Lo primero que sentí fue alivio: esta era una razón concreta para irme volando. Al instante sentí un dolor desgarrado­r.

Cuando lo enfrenté, él me dijo que no sabía si esa chica estaba embarazada de él o no. No me podía asegurar ni que sí ni que no. Y además, me dijo, él no tenía manera de saber si yo había estado con otro en Buenos Aires. A mí me dio tanta bronca que quise romper unas cuantas de sus cosas, pero me sujetó fuerte de los brazos y no pude. Creo que él no terminaba de entender por qué yo me había enojado tanto: en Paraguay no es algo muy raro que un hombre tenga más de una mujer. Esa noche, a pesar de mi enojo, le pedí que me abrazara para dormir, y fui yo la que qui

se dormir esa vez con la luz prendida. No pude pegar un ojo y con las largas horas de vigilia y luz, fui llegando a una conclusión definitiva: tenía que irme de ahí. A la mañana siguiente, de vuelta en nuestra pensión, le pedí que me llamara un remís para irme hasta el aeropuerto de Puerto Iguazú. Él apoyó su cabeza sobre mis rodillas y empezó a llorar, me rogó que no me fuera. Yo toqué sus ojos para ver si estaban mojados; ya no le creía nada. Y a pesar de que su llanto me conmovió, estaba decidida.

Poco antes de ese último viaje a Paraguay, había llegado a mi vida Iván, un Siberian Husky gordo y peludo que había quedado sin hogar. Estaba lleno de úlceras en la piel que si no eran tratadas con urgencia, lo iban a matar. La única forma de curarlo era dándole unas pastillas que él se negaba a tomar. Probé con pollo, carne, leberwurst, haciéndola­s polvo y empujándos­elas a través de la garganta, pero no hubo caso. Desesperad­a, me largué a llorar. No sabía a dónde iría a parar ese sufrido bicho. De repente, Iván se me acercó, yo abrí la mano, él tomó la pastilla con su lengua y se la tragó. A partir de ese momento, Iván fue mi fiel compañero, y quien me recibió cuando volví de ese último viaje a Paraguay abrazándom­e con su pata de oso mientras yo lloraba arrodillad­a en el piso. Durante mucho tiempo, acariciar el pelo de su cabeza me hacía acordar a cuando acariciaba la cabeza de otro amor.

Le rogué que viniera a verme durante meses, después de que volví. Sabía que era imposible estar juntos pero necesitaba abrazarlo aunque fuera sólo una vez más. Al cabo de un año, cuando él por fin quiso venir, yo ya me

estaba sintiendo mejor y le dije que no. No podía imaginárme­lo en mi casa, sentado en la mesa, hablando con mis padres. Pensé que en el fondo, si habíamos estado juntos ese año, había sido gracias a que él nunca había querido venir.

El otoño pasado, cuando Iván murió y yo llamé a Hernando, en el medio de una conversaci­ón de horas que tuvimos, me dijo que todavía tenía guardadas en su placard algunas prendas que me había olvidado cuando me fui, como unas medias cancan rojas que a él le gustaba verme puestas. Me pidió que fuera a visitarlo. Yo, en cambio, había tirado hacía tiempo su camisa de la selección paraguaya, con la que solía dormir para sentir su olor. No se lo dije pero me hubiese gustado decírselo: que se deshaga de mis medias cancan, porque yo no voy a volver. No puedo. En cambio, me quedé en silencio. Me habían entrado ganas de llorar y no quería que lo notara. Pero: - Ay, qué kurepa ‘liorona’, me dijo él, que ya lo sabía.

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Aquel tiempo. Un cumpleaños de Delfina en la época en que salía con Hernando.
 ?? ANDRÉS D’ELIA. ?? Recuerdos. Ella lo volvió a llamar hace poco. El la reconoció y la invitó a visitarlo. Pero ya era tarde para empezar de nuevo.
ANDRÉS D’ELIA. Recuerdos. Ella lo volvió a llamar hace poco. El la reconoció y la invitó a visitarlo. Pero ya era tarde para empezar de nuevo.

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