Clarín

Las leyes del potrero que enseñan a vivir

- Miguel Jurado mjurado@clarin.com

El que era bueno jugaba seguro, al menos que estuviera peleado con Contreras. Le decíamos así porque, en aquella época, todos nos llamábamos por el apellido, como aparecíamo­s en la lista de la escuela.

Contreras era el capitán, el líder, el jefe indiscutid­o dentro y fuera de la cancha. Amo y señor del potrero, el te ponía o te sacaba del equipo. Yo quería entrar, pero no jugaba bien.

Mi amigo Casinelli sí que la movía, era metedor, no se achicaba nunca, un león para defender y una tromba para atacar. Jugó muchas veces en el equipo, pero un día se enfrentó a Contreras por el tema de quién pateaba un penal. Desde entonces, quedó afuera.

Soriano, Grimberg, Di Marco y Salerno jugaban bien y eran compinches del jefe. Estaban todos los recreos hablando del partido de ayer o del que iban a tener mañana. Me daba una envidia insoportab­le.

Atoniazzi no era bueno, pero tenía la pelota. El arco era de él y nadie le discutía el puesto. Galván jugaba pésimo, pero los papás eran amigos de la familia de Contreras. Entraba siempre y, aunque era un bochorno, nadie le decía nada porque era el pollo del jefe.

Villar jugaba más o menos como yo, pero el abuelo le regaló camisetas de Gimnasia y Esgrima de La Plata para que las use con el equipo de Contreras. Se convirtió en titular indiscutid­o. Un día, en confianza, le pregunté a Casinelli qué podía hacer para entrar al equipo. Fue entonces cuando me contó su historia y me aconsejó: “Te tenés que hacer amigo del jefe. Si él quiere, te hace jugar”. Yo pensé que era un consejo para el fútbol, pero era para la vida. Nunca jugué en el equipo de Contreras.

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