Clarín

Porción de campo entre avenidas y bocinas que divide al barrio

- María Belén Etchenique metcheniqu­e@clarin.com

“Los porteños somos muy finos. Creemos que el olor a bosta perjudica. No, ¡es olor a campo! Hace bien: mirame a mí, estoy gordito”, se ríe Guillermo Galli, de 82 años. Junto a su esposa, María Luz, atiende una talabarter­ía frente al Mercado de Hacienda de Liniers. A su alrededor se apilan sombreros, alpargatas y cintos, cueros cuelgan del techo. “¿Ya está con-

firmado el traslado?”, pregunta. “Si ocurre, desde lo económico, nos preocupa. Es un lugar de concentrac­ión. Si la hacienda se va, los clientes se

dispersan”, dice. Sus compradore­s son los consignata­rios y peones que trabajan dentro de las 34 hectáreas del predio en el que ocurren gran parte de las transaccio­nes ganaderas del país. Generacion­es de hombres de botas de caña alta y boina, jóvenes o tan longevos como para no poder cruzar a pie extensión semejante y tener que relevar las vacas desde un caballo. “A mí -se suma María Luz- me da mie

do que lo ocupen. Que todo quede en abandono y tomen las tierras”.

El mercado nació en 1901 cuando Mataderos era “las afueras de la Ciudad”. Con el crecimient­o de la población, lo fueron rodeando casas bajas, depósitos en los que se derretía cebo, frigorífic­os, el club Nueva Chicago, Ciudad Oculta y 46 monoblock del barrio Manuel Dorrego. Tiene límites precisos: las avenidas Lisandro de

la Torre, Eva Perón, Directorio y la calle Murguiondo. “Es el campo dentro

de la Capital. Una imagen única. Además de la Hacienda, la feria de Mataderos -los domingos- atrae a miles de personas. Es un error perderlo”, dice Rubén Monsalvo. Bailarín profesiona­l, giró alrededor del mundo con Mariano Mores y Juan Carlos Copes. Es lunes y está sentado a una mesa del Bar Oviedo, en la esquina de Corrales y De La Torre. Lo rodean paredes recubierta­s en madera; ventilador­es de techo; ningún televisor; hombres en grupos de seis, mayoría de boina.

“Es un asco. Me cansaron las ratas, las moscas y el olor a bosta continúo. Inaguantab­le por las noches. Ojalá lo muden”, se queja Cristina Rembowski. Cinco años atrás su hija la mudó de Caballito a De La Torre, frente al Mercado, para estar cerca de sus

nietos. Jamás se acostumbró. Es ajena a los corrales, las pasarelas de madera, la polvareda y las cabezas de ganado, entre las barras de los camiones jaula, por las mañanas. "El mercado estuvo antes de que los vecinos llegaran. El que vino sabía lo que era

esto, que no se queje", dice Juan Carlos Machado. Es el dueño de un kiosco ubicado frente a uno de los accesos a la hacienda.

Además de indignarse con aquellos que desconocen el valor de esa porción de pampa entre bocinas y avenidas, lo preocupa la idea de que con la salida de las vacas quede un

cráter en el barrio: "Ocho años atrás el Gobierno de la Ciudad prometió una escuela a pocas cuadras de acá. Nada hicieron. Si tenemos que esperar a que le den un destino a todo el mercado, olvidate, nos comen los indios".

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