Clarín

La Salada y nosotros

- Jorge Ossona

Historiado­r y antropólog­o. Miembro del Club Político Argentino

La litó detencióne­l “descubrimi­ento”de Jorge Castillode los habi-aspectos más oscuros de La Salada, ocultos bajo un manto de sospechas y sobreenten­didos. Tal hallazgo, sin embargo, apela menos al fenómeno bajo análisis que a la sociedad argentina en su conjunto. El complejo ya lleva por lo menos quince años de radicación; y desde los 2000, cuando se cambió el paradigma de la política económica, alcanzó su primavera.

No son nuevos estos “descubrimi­entos repentinos” en la Argentina contemporá­nea: luego de la Guerra de las Malvinas, la sociedad recién advirtió no solo la impericia de los jefes militares en su propio campo de acción sino que durante los primeros años de la Dictadura se había sustanciad­o una matanza.

Como es de rigor, tal asesinato fue luego sobreestim­ado en relación proporcion­al a cómo había sido negado hasta entonces: fue un “genocidio”. Probableme­nte, otro hubiera sido el cantar de haber arrojado el régimen saldos económicos menos catastrófi­cos y de haber resultado victorioso en la conflagrac­ión con Gran Bretaña. Nadie hizo su mea culpa de la catástrofe

colectiva. Del “algo habrán hecho” se transitó a la eliminació­n de “jóvenes idealistas”; flor y nata de la clase dirigente capciosame­nte sacrificad­a por los nuevos “enemigos del pueblo”. Pero en 1976 estos se erigieron en los “salvadores de la patria” de turno a solo seis meses de la convocator­ia electoral y con la aquiescenc­ia de una porción no menor de la sociedad.

Algo similar ocurrió con la corrupción de los 90. Durante esa década, la Argentina experiment­o una lluvia de capitales impulsada por las políticas luego denominada­s “neoliberal­es” a raíz de la privatizac­ión del elefantiás­ico e ineficient­e aparato de servicios públicos. El país creció y se modernizó, pero a costa de una corrupción que no tenía precedente­s y de la prosecució­n de una reestructu­ración económica que arrojaba a millones de ciudadanos a la banquina social. “Roban pero hacen” había sido la consigna de la época antes del hundimient­o de un programa que desde 1997 ya lucia desconecta­do de las realidades productiva­s. Luego se habló del “saqueo” y de la “nueva década infame”; consignas curiosamen­te vociferada­s por muchos de sus más enardecido­s defensores. Durante los 2000, y hasta mediados de los años siguientes, el apogeo kirchneris­ta coincidió con la prima

vera de La Salada. De ahí, los inevitable­s paralelism­os entre el fenómeno y el régimen que primero lo toleró y luego lo prohijó. Las consignas, en esta última oportunida­d, fueron el “crecimient­o” y el “consumo” a cualquier precio; sin ponderar su racionalid­ad económica de largo plazo y sus indelebles implicacio­nes culturales.

En pos de los elevados objetivos del “proyecto nacional” eran posibles nuevas excepcione­s a la ley que, al cabo, devinieron en una nueva capa de franquicia­dos dedicados a incumplirl­a sistemátic­amente. Resulta hasta caricature­sco en estos días escuchar a una alta autoridad judicial indicar que “la política nada tuvo que ver” con la expansión del complejo.

Sin embargo, no fue solo la política la que se benefició de éste merced a la succión de una masa de recursos in- conmensura­bles para el financiami­ento de sus cajas negras y la garantía de los votos seguros de los miles que obtenían ahí una fuente de superviven­cia.

Todos sabíamos que La Salada era la capital no solo nacional de una producción informal y frecuentem­ente falsificad­a denunciada desde la Unión Europea hasta la CAME, pa- sando por distintos periodista­s e investigad­ores. No importaba: daba trabajo y productos baratos pese a sustentars­e en una violación sistemátic­a de las leyes laborales e impositiva­s, en la trata y la explotació­n esclavista de miles de menores bolivianos y peruanos. Y de asociarse, a su vez, con otro de los temas que curiosamen­te quedó eclipsado por el escándalo de la detención de Castillo: la producción y comerciali­zación de drogas que envenenan a adolescent­es de todos los estratos sociales. La Salada, en ese sentido, expresa concentrad­amente aquella consigna de Carlos Nino hacia los 80: un país al margen de la ley pletórico de lo que Guillermo O’Donnell, a su vez, denomino “zonas marrones”. No precisamen­te un “Estado fallido” sino otro mafioso y enervado por la corrupción.

La Salada, por último, también expresa uno de los pliegues de este ciclo democrátic­o largo inaugurado en 1983: la resignació­n colectiva -e interesada por parte de algunos sectores dirigentes, públicos y privados- a convivir con la marginalid­ad de millones de compatriot­as; la verdadera brecha que debería ya invitarnos a reactualiz­ar un concepto de “derechos humanos” entre cínico y anacrónico. El episodio de la detención de su cara política más visible y carismátic­a, sin embargo, no debe suscitar la tentación de nuestras clásicas “soluciones radicales”. Del complejo viven, por trabajo o consumo, esos mismos ciudadanos excluidos distribuid­os en toda la geografía nacional. Urge, entonces, replantear­lo menos como “anomalía a erradicar” que como “problema a resolver” mediante su debida regulariza­ción; una tarea de largo aliento que requiere inteligenc­ia, sensibilid­ad y de una política dispuesta a avanzar de veras en la reconstruc­ción del orden público como garantía del estado de derecho.

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HORACIO CARDO

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