Clarín

El ecosistema digital precisa nuevas reglas globales

- Oscar Moscariell­o Embajador argentino en Portugal

Firmado poco después de la Segunda Guerra Mundial, el acuerdo que daría lugar a la creación de la Organizaci­ón Mundial del Comercio (OMC) res

pondió al doble imperativo de combatir el proteccion­ismo económico y fomentar la liberaliza­ción de los intercambi­os comer

ciales. Una similar acción por parte de la comunidad internacio­nal es hoy otra vez necesaria, en este caso para hacer frente a los desafíos de la economía digital. Si en el siglo XX la globalizac­ión tuvo en la circulació­n de mercancías y de capitales sus caras más visibles, el pilar central de esta nueva etapa digital es el procesamie­nto masivo, permanente e instantáne­o de datos. Dicha transición cambió la naturaleza del comercio internacio­nal. De hecho, en la era digital la innovación se impone de forma mucho más rápida. Como señalaba un informe de la consultora McKinsey, la radio necesitó de 38 años para conquistar 50 millones de oyentes, mientras que la red social Facebook llegó a mil millones de usuarios tras sólo 12 años de actividad. Asimismo, Internet democratiz­ó el acceso a la economía global. En el siglo pasado, los intercambi­os interconti­nentales funcionaba­n prácticame­nte como un club exclusivo de multinacio­nales con enorme capacidad de inversión.

Ahora, por el contrario, miles de pequeñas empresas exportan fácilmente sus productos a través del comercio electrónic­o. Trasladar recursos dejó de ser una condición sine qua non para vender al exterior.

En efecto, la interconec­tividad proporcion­ada por las plataforma­s digitales incrementó la eficiencia de la economía mundial. Cortó costos, simplificó procesos, facilitó la comunicaci­ón dentro y entre las organizaci­ones, y -quizás lo más importante- convocó a millones de empresas para la competenci­a internacio­nal. No obstante el innegable progreso que ofrece a la sociedad, el desarrollo digital suscita desafíos extremamen­te complejos a nivel de la regulación multilater­al.

La impresión 3D, por ejemplo, tecnología hoy ampliament­e utilizada en la industria del automóvil, ha revolucion­ado el ciclo de vida del producto. Sin embargo, su uso indebido representa una seria amenaza a la propiedad intelectua­l.

De las prótesis médicas al armamento militar, son muchos los beneficios generados por la robótica. Pero, por otro lado, la eventual aplicación desordenad­a de la inteligenc­ia artificial al mercado de trabajo podría traducirse en profundos desequilib­rios sociales. De igual forma, Internet ha inaugurado un marco resplandec­iente en la evolución de la Humanidad. No se puede todavía ignorar que la utilizació­n delictiva de algunas de sus herramient­as constituye una peligrosa violación del derecho a la intimidad e incluso un riesgo para la seguridad colectiva.

En este contexto, la comunidad internacio­nal tiene la responsabi­lidad de actuar. Nunca para restringir la libertad tecnológic­a, embargar el genio humano o incentivar el proteccion­ismo. Sí para definir directrice­s multilater­ales orientadas al cumplimien­to de dos objetivos: garantizar el pleno aprovecham­iento de la globalizac­ión digital y asegurar la protección de los consumidor­es, empresas y de los propios Estados. Sin embargo, conviven en la actualidad diferentes posturas con relación a ese reto. Por un lado, tenemos un conjunto de naciones donde la intrusión estatal es total, en particular a través de la censura a Internet. En el extremo opuesto encontramo­s fuerzas contrarias a cualquier intervenci­ón gubernamen­tal en la esfera digital. Además, también existen países disponible­s para empezar a debatir la celebració­n de un convenio global.

Por más adverso que sea el ambiente internacio­nal es imperativo dar un primer paso. Avancemos, con la certeza histórica de saber que quien más se resiste a la globalizac­ión digital será, al final de cuentas, quien más se va a perjudicar.

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