Spilimbergo, explicar el mundo entero con la punta del lápiz
Una muestra rescata los trabajos como dibugante. Tres pisos abajo está su mural de la Galería Pacífico.
Un torbellino creativo vuelto línea, una línea vuelta derrotero, camino, trayectoria, de uno de los artistas argentinos más importantes del siglo XX. Lino Enea Spilimbergo (1896-1964) fue pintor, grabador, ilustrador y muralista. Y antes que nada, dibujante. Por eso la muestra que el Centro Cultural Borges le dedica en estos días se concentra en su obra sobre papel. Dibujos que desbordan las categorías estancas de los lenguajes plásticos. Dibujos sobre papel, en los que la línea se vuelve trazo y el trazo mancha, pero mantiene siempre una identidad común que los integra y los fusiona: la de un artista de oficio, que comprendió el mundo a través del línea.
Por eso la muestra del Borges, además de ser una muy buena oportunidad para revisitar la obra de este artista (nunca lo suficientemente revisitado) desde sus principios en la Academia hasta sus últimos años en Europa, es una lección de técnica: sepias, temples, pasteles. En todos persisten esos ojos, esas miradas prístinas, tan características de sus figuras, atravesando el corazón de quien se enfren-
ta a sus imágenes. “Si ves una foto de mi abuela vas
a ver los ojos que tenía”, dice Leonardo Enea Spilimbergo, nieto de Lino y responsable de la muestra. La mayoría de las sesenta obras que la integran provienen de la colección que pasó del artista a su único hijo (Antonio Spilimbergo, el padre de Leonardo) y de él a sus nietos. A ellos también pertenecen los documentos que acompañan la muestra: las cartas de sus alumnos y de su amigo Oliverio Girondo; el poema que le dedicó Rafael Alberti (quien además de poeta fue, en sus años de estudiante de dibujo, alumno del artista argentino); la edición numerada del libro objeto
Interlunio (en el que Spilimbergo realizó las imágenes y Oliverio los textos), que Leonardo confiesa haber desarmado para poder mostrar desplegado en la sala. Organizada de forma cronológica,
Spilimbergo dibujante se estructura en períodos que marcan hitos en la trayectoria del artista. A sus años de formación en la Academia Nacional de Bellas Artes le corresponden torsos que demuestran la observación exhaustiva, los ojos ávidos del estudiante que mira hombres y mujeres
para estudiar sus posturas, actitudes, gestos, cadenas musculares. De este período son también algunas monocopias (una forma de grabado), y Fi
guras, un aguafuerte de principios de los años 20, momento en que el artista recibe, por sus grabados en metal, el Primer Premio al Grabado, que le permite costear su viaje a Europa, para formarse en el modernismo plástico de la escuela Grande Chaumiere y los talleres de André Lothe y ser protagonista a su regreso, de la renovación de la pintura figurativa.
La experiencia parisina lo provee de sombras coloreadas y cuerpos monumentales (como el pastel Desnudo
Femenino de 1927) bastante más geométricos que los trazados en sus años de estudiante en Buenos Aires. Con su regreso vendrán años consagratorios: exposiciones y premios (incluido el Gran Premio del Salón Nacional en el '37) y una intensa actividad docente que lo convierte en formador de varias generaciones de artistas.
De esos tiempos son las monocopias de la serie Los políticos, en las que Spilimbergo muestra una figuración distinta, irónica: líneas sueltas, desenfadadas, donde el gesto (la mueca del político, más propenso al banquete que al debate, pero también la arenga de los manifestantes y las líneas hieráticas en los cuerpos de los guardias, que mantienen a los políticos a una segura distancia del amor de sus súbditos) se vuelve lo más importante. La monocopia es un lenguaje recurrente en Spilimbergo: técnica indómita, a mitad de camino en- tre la premeditación del grabado y la inmediatez espontánea del dibujo.
Los años '40 son para los bocetos del mural que el artista realizó en la cúpula de lo que hoy son las galerías Pacífico (en el mismo edificio de la muestra, tres pisos más abajo).
“Pintor de la vida triste y la erótica muerte”, como lo definía en su poe- ma Rafael Alberti, tanto su autorretrato del año '59 como el pequeño paisaje en pastel de 1962, son algunas de las últimas obras que se ven. En ambas el color lleva la imagen al límite de la pintura. Pero la vibración, siempre sensual y melancólica, de esas figuras –sean pelo, ojo, árbol- no olvida nunca que antes fueron línea.