Clarín

Mantener encendida la llama

- Claudio Avruj Secretario de Derechos Humanos de la Nación

El silencio respetuoso y acongojado ocupó todo el espacio del auditorio de la AMIA. Fue el pasado miércoles, durante la clase abierta sobre el atentado del 18 de julio de 1994. Jóvenes de escuelas secundaria­s, públicas y privadas, judías y no judías, confesiona­les y laicas fueron el público, jóvenes adolescent­es nacidos cuanto menos siete años después de aquella trágica mañana llena de muerte y dolor, que dejó un profunda herida que aún no cierra, e inauguró un camino que más de dos décadas después no se terminó de recorrer: la necesidad de obtener justicia.

Lo sabemos, un país sin justicia es un esqueleto amorfo, en el que la sociedad se refleja, creando relaciones viciadas por el fraude, sumidas en el desorden y sin la menor posibilida­d de futuro. Por su carácter ordenador, la justicia impide arbitrarie­dades, aborta atropellos, construye armonías y arropa a todos por igual.

Su falta es un golpe seco a la confianza, un rompimient­o del pacto de todos, una cachetada a la idea de nación y un salto al vacío.

El 18 de julio de 1994, Argentina fue víctima del terrorismo internacio­nal por segunda vez

dentro de sus fronteras. Tanto aquel de 1992 a la sede de la Embajada de Israel, como el de la AMIA, fueron brutales atentados que aún continúan impunes. Fueron ataques contra todos nosotros.

Otra vez, la injusticia que alimenta el dolor,

la frustració­n y el desencanto. A pesar de lo que han batallado los sobrevivie­ntes y familiares, seguimos sin tener culpables.

Hoy, muchos volveremos a estar como desde el comienzo en la calle Pasteur, acompañand­o a los familiares y sobrevivie­ntes, pero fundamenta­lmente reafirmand­o el compromiso colectivo de tener una verdadera democracia donde todas las institucio­nes cumplan su rol de protección a los ciudadanos.

La memoria es lo contrario al olvido y es la que nos sostiene, la que sostiene nuestra identidad que se desarrolla también en función de nuestras experienci­as de las que debemos aprender, para forjarnos una vida basada en valores, en derechos, en integridad y libertad.

Por ello, y sobre todo mientras la justicia sea la asignatura pendiente, son necesarios estos actos de respetuoso recuerdo, que no son rituales, sino únicos e irrepetibl­es, soste

nidos en un compromiso ético y moral para con las víctimas, los sobrevivie­ntes y todos nosotros.

Actos de encuentro y reencuentr­o, de respeto, dolor y tristeza, sin odios ni sed de venganza. Actos que nos lanzan hacia adelante y nos compromete­n con el futuro. Por eso, cada año vuelvo a las clases abiertas, porque son el “legado”.

Fueron las palabras, las voces de actores y cantantes, y por sobre todo los testimonio­s que dieron ante los jóvenes, que no fueron testigos y a quienes las imágenes les llegan cada día desde más lejos, el sustento al imperativo, como define Mempo Giardinell­i “al santo oficio de la memoria.”

Llegará algún tiempo en que los 18 de julio sólo recordarem­os y haremos homenajes. Hoy, 23 años después, no podemos, porque la Justicia está en deuda con las 85 víctimas inocentes y con todos nosotros.

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