Clarín

Comer a oscuras y con vecinos

- Roberto Pettinato

No me quiero sentir un extranjero en mi país ni tampoco un fanatico de los dulces regionales. ¿Qué quiero? Un restaurant­e del que esté orgu

lloso de recomendar, comer si quiero hasta reventar y que no me vendan la atmósfera como si fuera un planeta.

Es difícil. Lo mismo sucede con la cuenta al final. ¿Qué clase de sistema es ese?! Si el dinero ya tiene poco valor antes de comer, ¿qué valor puede tener cuando ya no querés más nada?

Pero al comienzo, cuando uno se sienta, quiere todo, no sin antes jurarse “no comer pan y concentrar­se en la comida nada más”, cosa que deja de acontecer apenas aparecen los primeros pancitos salidos del horno ¡acompañado­s de otras galletas y manteca!

Y como no podemos leer el menú (¡¡¡otra táctica incomprens­ible!!!) ni casi ver a la persona que tenemos enfrente , siempre decimos: “Elegí por mí”. Y así es como comemos cualquier cosa que nos pongan de

lante. ¿Por qué? Porque la idea es estar e ir a un restaurant­e. No la comida en sí. Si fuera por eso, todos sabemos que de los 100 restaurant­es que hay en Palermo, 99 huelen a pizza, cerveza y rabas... ¡Olor que se desplaza hacia las callejuela­s y termina siempre en Nicaragua y Bonpland!.

Pero en un lugar así sucede de todo. Tenemos el mozo que se pega y siente que es uno más de la familia y cada dos minutos viene a chequear si la comida está bien. A mí no me da confianza que la comida “cambie cada dos minutos de estado, color o forma”. ¿¿¿Qué tanto control, viejo?!!!!

Después tenemos las mesitas , una pegada al lado de la otra, y si vos

podés escuchar que la señora de al lado está orgullosa de sus cuchillos que son los “mismos que usa Narda Lepes” (¿???!!!)… imaginá que ella también escuchó tu propuesta del sexo anal.

Y direcciona­r la boca para que nadie te escuche ya es un incordio! Y les digo algo: no se dejen llevar por lo nikkei, ni por cualquier cultura que se fusione con otra. ¿Por qué? Porque todos los países se han asesinado, han estado en guerra alguna vez, y naturalmen­te, ¡se odian!

Por lo tanto, nada bueno puede salir de eso... ni siquiera un postre que está a mitad de camino entre un kiwi gratinado, un helado caliente y un bloque de membrillo en gelatina!... ¿Que qué es? ¡Nadaaaaa! ¡¡FUSIÓN!!!

También odio esos lugares en los que el mejor plato es el que pidió la mesa de al lado. ¿Cómo es que saben tanto de comida y vos no? ¿Cómo eligen lo que parece , de lejos, ser lo mejor de todo el restaurant­e?

Y disculpen, ¿pero hay algo más irritante que una mesa comunitari­a de madera seca y blanca, que se supone te dice: “Hola, bienvenido al campo en el que no estás, disfrutand­o de estos gauchos post modernos que no lo son, y comiendo un pan de granja que en realidad se nos quemó por arriba”?.

Eso es fusión también... pero de muebles!!! Que te llevan, s in saber, a pedir la ensalada más idiota y simple al precio de un pequeño BMW usado.

Y por último ese libro de cuentos hermoso y de tapas duras que trae la cuenta como si fuera que nos contara la historia de las primeros tickets hasta el día de hoy: “Oh, si, había una vez un libro que al abrirlo …bla bla bla.”

¡Y ya nada importa! Porque ya comiste todo lo que nunca soñaste y ya ni siquiera querías.

Lo único que te queda, en realidad, es preguntart­e: “¿Me llevo este libro vacío de dos tapas y lo pongo al lado del que me robé en el hotel que traía esa hermosa birome que no sé dónde quedó?”.

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Fashion. Los restaurant­es de moda, oscuros y con mesas pegadas...
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