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Una de espías: Trump, el SF-86 y un yerno que juega a las escondidas

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi Copyright Clarín, 2017.

El formulario tiene nombre enigmático y reminiscen­cias de una saga de espionaje. Es el SF-86. Opera en Estados Unidos como una llave para la habilitaci­ón de seguridad; es decir, acceso libre a informa

ción confidenci­al y clasificad­a en todas sus escalas de secreto hasta la propia presidenci­a. Es un trámite obligatori­o para altos funcionari­os, jefes militares y diplomátic­os. Consiste en un puñado de preguntas sobre historia personal, laboral y familiar. En el formulario hay un casillero donde se debe indicar si en ese recorrido vital hubo vínculos con representa­ntes de otras potencias. En concreto indaga “si ha tenido contacto

cercano y/o continuado con extranjero­s en los últimos siete años con quien usted, esposa/o, o convivient­e estén unidos por afectos, influencia­s, intereses comunes y/o obligacion­es”. No conviene mentir en esas

cuestiones. De modo que Jared Kushner, cuando fue designado como uno de los dos principale­s asesores de Donald Trump, prefirió dejar en blanco ese espacio.

Kushner es el yerno del mandatario, un millonario del mismo negocio de la construcci­ón e inmobiliar­io que convirtió al jefe de Estado en un magnate. Este dato se conoció no precisamen­te por esa ausencia de informació­n crucial en el documento, sino por los remiendos posteriore­s que Kushner le fue haciendo y que escandaliz­aron a los dirigentes demócratas. La última “actualizac­ión” incluyó, donde nada había, un centenar de nombres de contactos extranjero­s, según una investigac­ión de CBS News. Pero lo que hace interesant­e a este cuento es que esa informació­n fue provista como reac

ción a la controvers­ia por la reunión que este yerno y el hijo del presidente, Donald Jr, sostuviero­n en la Trump Tower con una abogada rusa que ahora sabemos que tuvo

como clientes a espías de la ex KGB. En ese encuentro realizado en plena campaña presidenci­al participar­on ocho personas incluyendo al jefe de campaña de Trump, Paul Manafort y un lobbista ruso. Según lo que luego acabó revelando en sus tweets el hijo del mandatario, la reunión tuvo como objetivo real obtener informació­n compromete­dora que deteriorar­a la carrera presidenci­al de la demócrata Hillary Clinton. Fue uno de los sucesos del ahora muy presente

Rusiagate, el escándalo sobre los opacos contactos del magnate con el Kremlin y, en fin, la participac­ión que Moscú pudo haber tenido para que Trump se siente en el Salón Oval. Ese trasfondo es lo que está marcando, por encima de casi todo el resto, su primer semestre como mandatario de la mayor potencia global.

La historia del SF-86 no termina aquí y exhibe con claridad las caracterís­ticas de una gestión carente de prolijidad, con demasiados secretos personales y un inquietant­e menospreci­o por el valor de la verdad. A tono con ese

comportami­ento, los abogados de Kushner explicaron que cuando el 18 de enero su cliente entregó el formulario sin completarl­o fue porque uno de sus colaborado­res presionó la tecla enter en la computador­a demasiado aprisa y le impidió llenar el espacio sobre los contactos con extranjero­s. Aparte de lo pueril del argumento, lo cierto es que ese formulario no puede enviarse si antes no tiene todos los espacios completado­s. Hace pocas horas, la líder de la minoría demócrata en la Cámara de Representa­ntes Nancy Pelosi reclamó que se le revoque a Kushner esa llave de habilitaci­ón de seguridad, que sería casi lo mismo que pe

dirle la renuncia. Lo mismo planteó la ex titular del comité demócrata Debbie Wasserman Schultz. Los republican­os, por cierto, denegaron pero ambos, Kushner y Trump Jr, fueron inmediatam­ente citados a los comités de inteligenc­ia del Congreso que investiga las interferen­cias rusas en la campaña presidenci­al.

La importanci­a de este episodio es que constata no la existencia de un puñado de errores sino un comportami­ento. El primer argumento del hijo de Trump sobre esa reunión de junio de 2016 con la abogada rusa Natalia Veselnitsk­aya era que se trató de un encuentro de menor importanci­a sobre la cuestión de las adopciones de niños rusos por familias norteameri­canas. En Hamburgo, después de una extensa y sorprenden­te reunión privada de dos horas y media de Trump con su colega Vladimir Putin, el presidente norteameri­cano abandonó la silla en la mesa donde cenaba y volvió a encontrars­e con el líder del Kremlin por otra media hora, en privado, según acaba de trascender en la prensa estadounid­ense. El gobierno moscovita, casi con menospreci­o o humor negro, justificó esa segunda cita con la misma letanía sobre los ni-

ños rusos y sus adoptantes. Como si se tratara de un libreto acordado.

Los primeros seis meses de Trump en la Casa Blanca han exhibido el crecimient­o de este escándalo con un goteo incesante y de futuro imprevisib­le. Como señaló un columnista de la cadena CNN, no está el arma humeante, es decir la prueba concluyent­e del delito, “pero

el humo es cada vez más espeso”. De ahí nace la andanada de críticas públicas que le acaba de lanzar a su ministro de Justicia Jeff Sessions, haciendo aún más patético el culebrón que lo angustia. Trump está furioso porque el funcionari­o se declaró incompeten­te en la

trama rusa debido a sus propios contactos con el embajador del Kremlin en Washington. Ese paso al costado generó que el caso pasara al viceminist­ro quien, para mostrar independen­cia, no tuvo mejor idea que designar un investigad­or especial, como sucedió antes con los casos de Richard Nixon (Watergate) y Bill Clinton (sexgate), cargo que recayó en un envarado ex jefe del FBI con prestigio de inconmovib­le inflexibil­idad, Robert Mueller.

El enojo se comprende. El trasfondo de estos misterios promete horadar el liderazgo de Trump, y no solo en su país, en tanto se multipliqu­en las sospechas, que son multitud, sobre su comportami­ento. Esas oscuridade­s quizá también tanto explican como se combinan con otros fallidos no menos destacados de esta gestión. El presidente acaba de enterrar su proyecto de relevo del programa de salud construido por Barack Obama debido a la baja de dos senadores que advirtiero­n que dejar sin atención sanitaria a 20 millones de norteameri­canos más implicaba un costo electoral insalvable. Con sentido común el también senador republican­o John McCain, había advertido que esa crucial iniciativa nacía muerta porque un plan de salud solo podría encaminars­e con un acuerdo bipartidar­io, que es lo que el magnate eludió en todo momento. Otro revés lo produjo la Justicia, que le ha recortado hasta los flecos sus de

cretos antiinmigr­ación y el puro realismo que hundió en la fantasía el muro en la frontera con México.

Los pasos de Trump por el mundo no han sido más felices. Sin medir las consecuenc­ias y carente claramente de informació­n, armó

un conflicto de tamaño inusitado entre su aliado Qatar y su otro aliado Arabia Saudita. Coqueteó con China pero le plantó media docena de amenazas, desde cuotas arancelari­as hasta rearmar a Taiwan encendiend­o una innecesari­a luz roja entre esos dos antiguos adversario­s. Por la región, su mayor derrape fue fortalecer a los conservado­res del régimen de La Habana contrarios al deshielo que labró Raúl Castro con Obama, quitándole sustento económico a los cubanos de a pie que venían sobrevivie­ndo con el turismo que disparó aquel acuerdo histórico. Lo grave es que entre tanto, se hace como que nada sucede. Ayer, un aterrado presidente palestino Mahmoud Abbas llamó a la Casa Blanca solicitand­o ayuda luego de que Israel decidió trabar el ingreso a la mezquita de Al Aqsa a una gran parte de su pueblo. Una medida que podría detonar

otra revuelta, que ya anotaba seis muertos antes de caer la tarde. Del otro lado de la línea en la Casa Blanca quien atendió fue el yerno Kushner. Su suegro no estaba.

Los primeros seis meses en la Casa Blanca han exhibido el crecimient­o de este escándalo con un goteo incesante Descabella­do. Donald Trump, presidente de EE.UU.

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