Desprenderse de mandatos y prejuicios
Con indudable humor, Agatha Christie -que dominaba bastante más que los recursos del misterio y la novela policial- recomendaba casarse con un arqueólogo, para asegurarse así mante- ner inalterable el interés del marido.
Sin llegar a esos extremos, y a contramano de cierto discurso consagrado, la edad tiene sus ventajas, y van más allá de lo que pregonaba el igualmente sarcástico George Bernard Shaw: “Dejan de dolerte las muelas y se dejan de escuchar las tonterías que se dicen alrededor”, o el no menos irónico André Gide al hablar de beneficios saludables como “derramar mucho del alcohol que nos gustaba beber”.
Es que, con el paso del tiempo, y si además de cumplir años hemos crecido y madurado convenientemente, deberíamos habernos sacudido una cantidad de prejuicios, mandatos y condicionamientos, sujetos a la mirada externa, al qué dirán, a las opiniones lanzadas sin conocimiento de causa en su inmensa mayoría y animarnos más a ser nosotros mismos. A, por ejemplo, poder decir sin pudor “te quiero”, despojados de cualquier clase de especulación respecto a quién lo pronuncia primero, o a las consecuencias de semejante declaración. A ser capaces de decirlo incluso a las amigas o a los amigos, sin cálculo, sin temor a malas interpretaciones o equívocos, con la simple conciencia de que no hay que dar por sentado los sentimientos, de que hay palabras que nunca estarán de más, conscientes del poder de las que pronunciamos.
Como aquellas de Marlene Dietrich: “Si pudieras marcharte ahora y volver hace diez años”. A veces, la edad deja también un resquicio para añorar lo imposible.