Clarín

El hombre de las fotos equivocada­s

- Osvaldo Pepe opepe@clarin.com

“Bien entendida, esa noche agota su historia: mejor dicho, un instante de esa noche. Un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo. Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.” (Jorge Luis Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, cuento de “El Aleph.)

Aníbal Ibarra fue mostrado en una foto del sitio Web del periodista Ignacio Zuleta, entusiasma­do con su nueva pasión por el andinismo: en enero último trepó al Aconcagua y plantó una imagen de Milagro Sala hecha bandera. En verdad, siempre supo ser un buen escala

dor. Su exitoso desempeño en la Justicia, cuando se convirtió en un meritorio cruzado contra la corrupción de los años menemistas, fue el punto de partida. Eso le abrió las puertas para su pase a la política. Comenzó como concejal del Frente Grande en el viejo Concejo Deliberant­e y no paró hasta llegar a jefe de Gobierno de la Ciudad. Su combate contra las turbias ma-

niobras del Estado y sus pliegues mafiosos le dio merecida chapa de persona transparen­te y el aura de una novedosa promesa política. Fue elegido por dos mandatos, hasta que la red de corrupción y complicida­des de Cromañón, esas mafias que antes combatía y que sólo pueden actuar por inacción o complicida­d del Estado, lo pusieron nocaut antes de que terminara el segundo de los períodos.

La trampa fatal de aquella noche del 30 de diciembre de 2004 costó la vida a 194 personas, en su mayoría jóvenes, y dejó más de mil heri

dos y mutilados, muchos de ellos impedidos de por vida. Ibarra tuvo sanción política, pero no penal: fue destituido como jefe de la Ciudad mediante el juicio político, pero salió sin manchas de la Justicia, su embrión primero.

Según sus críticos, Ibarra había tomado la Ciudad como una gran caja política y un mecanismo de promoción personal. Con la llegada de los Kirchner a la Casa Rosada creyó encontrar a sus socios progre soñados. Se equivocó: el silencio del matrimonio presidenci­al an-

te el desastre de Cromañón tuvo para él el peso de una tumba política. Aun así, se mantuvo bajo el paraguas K, que le sirvió para volver al ruedo con dos mandatos como legislador porteño. Y fue un entusiasta aplaudidor de prime

ra fila de las diatribas de Cristina Kirchner, sobre todo cuando ejecutaba dirigentes y periodista­s por cadena nacional. Hoy, con 60 años, parece haber comprendid­o que su tiempo político pasó. Ya no es candidato, pero se refugia en el rejunte del kirchneris­mo en el distrito.

En confianza, aquella frase de Borges quizá hostigue su conciencia: Ibarra ya atravesó ese umbral y sabe para siempre quién es. La trepada en honor de Milagro Sala lo muestra de cuerpo entero. Tal cual es. Su última frontera.

Quizá no se percató que debió llevar otras fotos. Digamos 194, las de cada uno de los muertos

de esa noche sin piedad y lanzar un liberador grito de perdón en la quietud misteriosa de las alturas. Hubiese sido definitiva­mente más digno que ese burdo gesto de permanenci­a en la iconografí­a kirchneris­ta.

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