El acuerdo político, una herramienta necesaria
Desde el siglo pasado un fenómeno ha modelado, como ningún otro, la evolución de la política en el país: un conflicto distributivo persistente, surgido de la inconsistencia entre las posibilidades productivas de la economía y las aspiraciones de ingreso de buena parte de los argentinos.
El patrón distributivo inaugurado en los ’40 y la noción de equidad que estaba implícita en él habrían de mantenerse sólidamente arraigados durante las décadas siguientes. La idea de justicia social que prevaleció, junto a una economía que no expandía sus posibilidades productivas de forma suficiente como para satisfacerla, pusieron en marcha una dinámica con un dilema recurrente: equidad o crecimiento.
Cierto es que hubo intentos de desactivar esa disyuntiva para lograr poner a la economía en un sendero virtuoso en el cual se pudieran satisfacer ambas aspiraciones. Pero el conflicto se mantuvo y sus expresiones sociales siempre aparecieron más temprano que tarde. En síntesis, fue transformándose en el obstáculo más grande y persistente para iniciar un crecimiento sostenido.
Si la administración de ese conflicto no ha sido satisfactoria, ¿no habrá llegado el momento de cambiar e intentar otra vía para procesarlo? Por caso, un acuerdo en el que se establezca el valor de algunas variables fundamentales y cuál va a ser el patrón de su evolución futura, entre las que el tipo de cambio y el nivel de salario encabezan las prioridades. Un pacto al que hay que ponerle números, como en el de la Moncloa.
Mientras se mantiene la protección sobre la población vulnerable, se debe convencer al resto de los argentinos que son menos ricos de lo que creen ser. Más aún, si esto se logra hay que avisarles que también tienen que aumentar su tasa de ahorro. Tal vez sirvan de incentivos promesas de mejores educación y salud en el futuro; o la idea que más inversión derivada de su mayor ahorro asegura más trabajo y una posterior caída de la pobreza, lo que puede relajar el esfuerzo más adelante. Claro que esto último supone, entre otras cosas, poder generar oportunidades de empleo en las periferias de las grandes ciudades –especialmente en el conurbano bonaerense–.
La tregua distributiva apuntada supone un ajuste, la palabra maldita del discurso político argentino. Para diluir la esperable resistencia, se necesita la imagen de la mayoría de los protagonistas centrales del escenario nacional detrás de esta idea. Porque no alcanza con los políticos, sino que hay que
añadir a sindicatos y empresarios. Los primeros deberían suspender su condición reivindicativa como único rasgo de acción, para comprometerse con el modelo de desarrollo del país que surja del acuerdo; mientras que los últimos deberían sosegar su vocación cortoplacista, y asumir compromisos de inversión y empleo. Además, y no menor, hay que convencer a aquellos miembros relevantes del gobierno actual que se muestran refractarios a cualquier idea de acuerdos amplios. Para eso está la política.