Clarín

La creciente cultura de la deshonesti­dad

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

El vergonzoso fallo que declaró prescripto el delito por el cual se juzgaba al ex vicepresid­ente Amado Boudou, truchar los papeles de un auto, hizo más que consagrar la impunidad de quienes accedieron a alguna forma de poder: avaló la cultura de la deshonesti­dad, cada vez más en boga en la Argentina.

Tuvo el mismo efecto que la sentencia del Tribunal Oral Federal 3 que, en 2013, benefició al ex presidente Fernando De la Rúa en la causa por las coimas en el Senado y ordenó investigar al denunciant­e. Hoy, las coimas del caso Odebrecht están todavía protegidas por el mutismo judicial.

El fallo que benefició a Boudou está salpicado, además, por la sospecha que ubica a dos de los magistrado­s firmantes como adherentes a Justicia Legítima, la agrupación que sostiene a y es sostenida por el kirchneris­mo. Hace algunos años, con simpática y brutal ironía, un juez de la Corte decía: “Los jueces también somos seres humanos… aunque no lo parezca”. Quería decir que nadie es libre de

sus pasiones, incluidas las políticas. Lo que no debería hacer un juez es supeditar la ad

ministraci­ón de justicia a sus pasiones, porque entonces los poderes del Estado pasan a ser un mercado de pulgas.

La salvación de Boudou llegó pocos días después de que el diputado Julio De Vido hubiera evitado su propio naufragio, la exclusión de la Cámara por indignidad moral, gracias al voto de sus camaradas de partido, compañeros en este caso, y también de los camaradas, aquí sí cabe el adjetivo, de un sector de la izquierda que, con pompa y sin circunstan­cia, se denomina a sí misma revolucion­aria. Las pasiones partidaria­s, el voto solidario, la obediencia debida, con perdón de la parábola, deberían tener un límite en la ética, en la moral, si el término no suena arcaico. Son los legislador­es quienes deberían estar alertas ante el avance de la cultura de la deshonesti­dad.

El oprobioso silencio con el que un amplio sector político y social de la Argentina habla del drama de Venezuela, es una variante de

esa misma cultura. Si un gobierno latinoamer­icano, sospechado de ser o identifica­do con la derecha, cometiera la mitad de las barbaridad­es que Nicolás Maduro perpetra en su país, y las que vendrán, nuestras calles estarían incendiada­s en rechazo a un régimen brutal que condena al hambre y a la miseria. El silencio ante la tragedia venezolana, consagra que hay regímenes brutales malos y regímenes brutales buenos.

La cultura de la deshonesti­dad, la de ellos, es motivo de preocupaci­ón en los Estados Unidos. Es a raíz de las andanzas de Donald Trump hijo y sus reuniones con espías rusos antes de las elecciones del año pasado, y de las trapisonda­s que a diario comete Donald Trump padre al frente de la Casa Blanca. Un editorial del New York Times preguntaba la semana pasada: si una cultura de la deshonesti­dad se arraiga en la administra­ción pública, ¿cómo los ciudadanos pueden creer cualquier cosa que digan sus funcionari­os? No parecía una pregunta retórica.

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