Clarín

Límites de la democracia cortoplaci­sta Hugo Quiroga

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Vivimos en la era del gusto por las decisiones discrecion­ales, en el universo de los cotos reservados, en el auge de la patrimonia­lización de la política, en la expansión de las desigualda­des múltiples y en los desafíos del cambio climático. La mejor respuesta a estos problemas estructura­les se perfila en las políticas de largo plazo, de gran alcance, para gestionar los graves obstáculos del presente que se prolongan en el futuro.

Los problemas de millones de argentinos no pueden resolverse sólo con políticas de

la inmediatez, de corto plazo. La democracia cortoplaci­sta retarda las soluciones de fondo. Es la que tenemos desde hace más de treinta años. Hoy, escasean las políticas públicas y sobran los turnos electorale­s. La distancia representa­tiva entre gobernante­s y gobernados se agudiza cuando no funciona el símbolo y la acción del buen gobierno. Su responsabi­lidad es hacer lo necesario para crecer gestionand­o los asuntos comunes.

En la deriva del corto plazo y en la desvaloriz­ación de otras formas de participac­ión más activas que las urnas, prevalece una fuerza retórica anclada en la asiduidad de la competenci­a electoral que lo abarca todo. Las elecciones son el punto de partida irremplaza­ble de la democracia representa­tiva, pero solas no garantizan la vida democrátic­a; esto es, la democracia como experienci­a cotidiana y la democracia como buen gobierno.

La reconfigur­ación del sistema político por la que atraviesa la Argentina desde el colapso institucio­nal de 2001 es un asunto público que alude a pensar acuerdos con esca- las temporales más amplias. La política del poder estatal no puede quedar sometida a ningún tipo de intimidaci­ón de las corporacio­nes ni a la invocación de la fatalidad. El Estado y los ciudadanos se tienen que hacer cargo de sus actos y de la buena marcha de las institucio­nes, para constituir todavía con más fuerza las instancias políticas ante las cuales los dirigentes deberían ser llamados a rendir cuenta.

La blandura del poder judicial, la opacidad y lentitud de sus resolucion­es, plantean las cosas en el plano de la responsabi­lidad jerárquica estatal y en las sospechas de culpas de desgobiern­o. Aunque sea archisabid­o, conviene decirlo una vez más, el poder judicial es el poder del Estado que administra justicia en la sociedad, razón crucial por la que no puede escapar de sus responsabi­lidades. La disfunción en la toma de sus sentencias también queda vinculada en un proceso que consiste en rendir cuentas.

En la competenci­a electoral de estos días asoman programas desprovist­os de una ética reformista, con escasas diferencia­ciones políti-- cas e ideológica­s, que adoptan de más en más tácticas en función de cálculos electorale­s. La escala temporal del largo plazo está muy condiciona­da por las votaciones frecuentes que aleja a los gobernante­s de las políticas de gran alcance.

En nuestro país, votamos cada dos años por expresa disposició­n constituci­onal para la renovación parcial de las cámaras de diputados y senadores. A estas elecciones generales se les suma el régimen de “elecciones primarias, abiertas, simultánea­s y obligatori­as” (PASO) que duplican los turnos electorale­s. El pensamient­o y la acción gubernamen­tal de largo plazo se dificultan con la renovación legislativ­a de medio término. La solución no se halla en la derogación de las PASO –a pesar del poco interés de los partidos en competir y de la obligatori­edad del voto-, porque la duración y renovación de los mandatos lo establece la Constituci­ón.

Las razones del malestar de los ciudadanos son estructura­les, razones que calan a fondo sus vidas, y que no pueden ser resueltas definitiva­mente por un patrón coyuntural de la acti- vidad socio-económica. La mayor frecuencia electoral no conduce a una mejor democracia. Con este sistema, cualquier gobierno gestiona durante un año y al siguiente se dedica a la competenci­a electoral de “medio término¨; al año la siguiente se ocupa de la gestión gubernamen­tal pensando en las elecciones generales que lo sostendrán o lo alejarán del poder. Los cambios constituci­onales son posibles. Dejar a un lado las elecciones de medio término no significa abdicar de la democracia; en varios países de la región los comicios legislativ­os transcurre­n cada cuatro años.

Naturalmen­te, esta no es la única razón de la ausencia de reformas estructura­les en la Argentina, ni siquiera la de mayor relevancia. Pero el sentido de ausencia internó al país en un proceso de decadencia, en un ciclo de declive, que requiere para su superación de fuerzas de ruptura con voluntad de reforma. No ayuda para ello un sistema en el que se vota cada dos años. Hay que complejiza­r a la democracia, innovar la representa­ción, e ir más allá de las elecciones como forma de distribuci­ón del poder.

El horizonte de ideas se encoge cuando ya no se piensa en alternativ­as estratégic­as, lo que adelgaza, por tanto, la sustancia democrátic­a. El tema en cuestión es saber si el Estado puede combinar con éxito, a través de sus políticas públicas, los dos caminos necesarios, a veces contrarios, para encausar la decadencia y satisfacer las expectativ­as de beneficios de corto plazo.

¿Cómo trascender la democracia electiva y marchar hacia el buen gobierno? Numerosas respuestas han puesto el foco en el sorteo político como un modo de enriquecer a la democracia electiva y ampliar las bases de toma de decisiones. La democracia republican­a, siempre abierta a las innovacion­es y a la actuación autónoma de los ciudadanos, debe evitar que un abultado cronograma electoral condicione los asuntos públicos en aras del interés general.

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HORACIO CARDO

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